martes, 26 de marzo de 2013

Ella, la que todavía no me ama


Ningún bebé patea para mí. Ella no fue la excepción.
La conozco desde el momento en que estaba detrás de la panza tostada de su madre. Todo el mundo la sentía moverse, yo no. Amo los niños, pero con los bebés tengo una relación rara: no sé qué hacer con ellos. No me sorprenden ni divierten, no hablan, no gatean, no caminan. Vomitan, se hacen caca y duermen.
Para su bautismo le quise comprar un vestido. Encontré uno lindo y caro, ella lo valía. Lo llevé una semana antes para que se lo probara. No le entró. No era mi culpa, ella tenía cuatro meses y el vestido era para bebés de seis. Lo fui a cambiar por varios talles más, prefería que le quedara grande. El vestido era para nenas de un año, ella lo pudo usar sólo ese día: era como un mini muñeco de Michelin, aunque marrón.
Puede ser que por mi inutilidad para entender a los bebés ella recién se diera cuenta de mi existencia al año y medio. Un día me dijo “Coco”. Sus hermanos la asustaban con que venía La Colo y se tenía que portar bien. Yo era algo así como la ley, aunque en el papelito dijera madrina. A ella no le importaba mucho: cuando llegaba me sacaba la lengua, me decía puta y me disparaba con su dedo índice. Sonreía después, sabía que se lo iban a festejar. Y si no le funcionaba hacía la mimosa: inclinar su cabeza hacia un hombro y poner cara de linda. Esa era fija.
Pasé dos meses sin verla. Cuando volví se escondió detrás de las piernas de su hermano y lloró. Así me recibió. Por lo menos al padrino le hizo lo mismo.
Su nombre es Rosario, igual que el mío. Un día su papá me llamó, yo pensé que era para avisarme que había nacido.
-          Colo, ¿vos cómo te llamás?
-          ¿Eh? ¿Por? Mi nombre es feo.
-          No, porque estábamos pensando acá con la María que si es nena le queremos poner tu nombre. ¿Cómo te llamás?
En el barrio casi nadie sabe mi nombre, tampoco el de mi comadre. Le dicen María, se llama Porfidia.
Mi primer año en la villa no vaticinaba este destino. Yo iba a hacer caridad; atender a los pobres, darles lo que te sobra, es parte del ser buen católico. Pero ellos me dieron vuelta la cabeza y me dejaron en una encrucijada. ¿Quién era yo? Tenía miedo de volver a la caja de cristal, a convencerme de que la injusticia no existía, que no había chicos que por falta de zapatillas no iban a la escuela, que nadie tenía la necesidad de revolver la basura ajena para vivir. Era un miedo serio, porque sabía que yo había vivido así durante veinte años.
El día que me eligieron madrina grité, pero no entendí muy bien en qué consistía, si era algo simbólico o si de verdad iba a haber bautismo. Lo hubo, pero después caí: yo pasaba a ser parte de la familia. O sea que en mi familia hay médicos y cartoneros. Eso me gusta, aunque nunca lo hubiera buscado antes.
El futuro de nuestra relación es un misterio. Unos días me quiere, jugamos a meter y sacar ropa de una bolsa, me saluda y tira besos, otros me pega y patea mientras toma la teta. Yo tengo confianza, me va a terminar amando, como yo ya la amo a ella por ser quien me unió para siempre con su mamá y con la villa. 

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