Cuando estoy sobria, los borrachos me dan miedo. Todo en ellos es
inesperado, no existe lo previsible, salvo que uno los conozca y sepa que su
modus operandi siempre es el mismo. Pero sino, a esperar lo que venga.
No tengo recuerdos de mi padre descarrilado por el alcohol cuando yo era
chica. En los últimos años, éstos en que ya no vivo con él, empecé a notar algo
extraño. Hubo un día que realmente me dio miedo su comportamiento, más que
cuando me pegaba una patadita sin dolor en el culo al atravesar un pasillo, más
que cuando gritaba porque no encontraba las cosas y resultaba que estaban donde
él las había dejado.
Cuando lo escuché, me paralicé. Estaba sentado en un puff, con los dedos
enlazados sobre su panza llena de pelos y los ojos cerrados. Mi mamá, echada a
su lado, ni se inmutó. Mi hermano también estaba muy concentrado y con los
párpados a la mitad. Yo tenía la mirada en el piso, pensaba en otra cosa pero
me hacía la concentrada. Fue un instante, lo escuché, levanté la vista y ellos
como si nada. ¿Ninguno va a decir ni una palabra, nadie va a interrumpir este
circo?
Mi papá acababa de detener su rezo y gritar AMÉN. No habíamos terminado, a
él le tocaba la segunda parte del avemaría. Cuando retomó donde quiso,
balbuceó: bendida du edes endre dodas das mujedes, y bendido es el frudo de du
viendre jejús. No, a nadie le sorprendía. No, nadie se movía. Me tuve que
bancar veinte minutos así, mirándolos, y ellos en trance.
Cuando terminamos los cincuenta avemarías lo miré mal. ¿Qué hice?, me preguntó.
No puede ser que no se dé cuenta. Me irritó. Lo obligué a prometerme que nunca
más rezaría de noche si estaba cansado, porque era horrible escucharlo así.
Bueno, bueno, dijo. Yo sabía que no me iba a dar bola.
La noche siguiente pasó lo mismo. Y la otra. Y la otra. Hasta que me di
cuenta que me la iba a tener que bancar. Y de repente, como un mecanismo de
defensa, lo que en un principio me hizo endurecer de miedo, ahora me daba mucha
risa. Gritó AMÉN de vuelta y me tenté. Esta vez
estaba sentada en el mismo puff que mi mamá y esta vez ella se dio
cuenta: porque cuando me río tiemblo. No hago sonido, no hago jaja, ni jeje, ni
jiji, nada. Me agito como si estuviera
convulsionando. Pero él, de nuevo, ni se percató. Los ojos cerrados, las manos
cruzadas, el culo en el puff.
Cuando terminamos los cincuenta avemarías me reí a carcajadas. ¿Qué hice?,
me preguntó. No le podía explicar, estaba tentada y pensaba: eso sí que es
entrar en trance.
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