lunes, 26 de agosto de 2013

Historias máximas I

El primer día que fui a buscarte un nene me dijo que tenías problemas de corazón. Que no podías correr ni comer con sal. Tenías 8 años.
Después tus papás se separaron, porque tu mamá se enamoró de su cuñado, tu tío. Así que tus primas pasaron a ser tus hermanastras. Y contra todos los pronósticos, tu papá se hizo cargo -bastante bien- de tus dos hermanas y de vos.
Te dejé de ver por un tiempo, porque los fines de semana te tocaba ir a visitar a tu mamá, quien, por supuesto, se había ido del barrio. Ahora volviste. Y ya no sos chiquita. Sabés leer, sabés escribir. Hoy, como esas primeras veces, me senté con vos e hicimos tarea. Corregimos "avia" por "había", le pusimos los acentos a las palabras.
Hoy, como siempre -como cada vez que te cruzaba en estos cuatro años y medio- me sonreís cuando grito tu nombre, venís a darme un beso y te sentás a esperar tarea.
Esa sos vos, el oasis en el desierto, una forma adulta de aguantar el huracán.


sábado, 17 de agosto de 2013

Los Helfeinstein de la villa

Hay momentos en que no entiendo a la gente que escribe ficción, momentos como hoy, cuando la realidad nockea al verosímil y lo deja así de chiquito.
Me contaron esto: el martes 13 un hombre iba en moto con tres de sus hijos. Lo chocaron de atrás y él se dio la frente de lleno con el paragolpes del auto de adelante. Murió. Los tres chicos quedaron internados.
La mujer, madre de seis, hizo el velorio de su hombre en la capilla del cementerio. Ahí fueron los más cercanos. Uno de esos parientes, de oficio transa, le dijo: vos ahora tenés que dejar el alcohol y ocuparte de tus chicos. Todos asintieron.
Todos incluye a una mujer boliviana, la que me cuenta esto mientras cuida dos hijos de la viuda, los que no iban en la moto. Dos sietemesinos: uno de cabeza enorme y ojos viscos, y otra muy chiquita que ahora se alimenta de teta inmigrante. La misma de la que toma otra nena, ésta sí nacida de esa panza marrón. Panza donde ahora crece otra, u otro. 
Anoche, cuando dormían todos bien arrimados, se escucharon tiros, corridas, gritos de "vení, tirame" y frenadas de patrulleros. Dicen que acaba de salir un pibe de la cárcel y parece que -oh casualidad- no está "reformado" y sigue del lado de los malos. Pero eso al menos no los toca directamente.
En realidad, hasta ahora el peor mes fue enero. Esto no me lo dice ella, lo pienso yo. En 20 días se murieron dos hermanos y la madre de su marido. Uno en el velorio del otro. Un verdadero récord. Digo: ¿cómo hacen para aguantar tanto?
Ya entiendo por qué escriben ficción los que lo hacen. Hablar de la realidad es demasiado complejo. No puedo.
Si todo esto le pasara a una familia de clase media -o peor, alta-, ¿qué medio se atrevería a no hacerse eco? Le llamarían algo así como "La tragedia de la familia Alcorta Helfeinstein".

martes, 6 de agosto de 2013

Victoria

Hoy fue el cumpleaños de mi hermano menor. Decidí que le iba a cocinar, a tomar el rol de madre. No me levanté temprano ni le hice el desayuno, pero apenas pude saqué harina, huevos y azúcar, los puse en la mesada y empecé. Cuando ya había pasado casi toda la etapa culinaria, me vi lavando los platos por segunda vez en el día. En ese momento me acordé de Victoria. Creo que pensé algo como: hace unos años esto lo estaba haciendo ella. La recordé y la quise todavía más.
Hace un tiempo leí una crónica sobre empleadas domésticas. Me generó algo raro entre culpa y satisfacción. Bien raro. Victoria fue parte de mi vida casi los mismos años que la perra que más me duró. Witty es la mascota irreemplazable. Vivió conmigo quince de los diecisiete años que estuve en Cipolletti. Y Victoria estuvo todo ese tiempo ahí: cocinando lo que mi mamá le había indicado, todos los lunes carne al horno con algo, todos los martes pastas, y así. 
Victoria no era una simple cocinera. Ella fue la que me enseñó que los hombres son todos unos idiotas, que tenía que alejarme de ellos. Me acuerdo de ella agitando las sábanas de la cama de mis papás mientras defenestraba al género masculino. Un día, años después, le conté que me había dicho eso y se rió. No podía creerlo. Ahora estaba bien con otro hombre.
Uno de los mediodías que yo llegaba de la escuela toda transpirada, toqué timbre y empecé una catarata de pedos. Victoria abrió la puerta y yo seguí hasta que se me acabaron. Cuando terminé me dijo: ojo que está tu abuela. Nada de: “nena, cómo te vas a tirar pedos enfrente mío”, o mínimo “qué asco”. Nada. Victoria era una de las personas que más me entendía.
En el 2006 terminé el colegio, ella también. Tenía 40 años, tres hijos y dos nietos. Hizo el nocturno. Traía el boletín a casa, me pedía ayuda con inglés, yo me sentaba en un banquito en la cocina y miraba sus cuadernos. Me encantaba pasar tiempo con ella, me sentía yo misma. Ir a los egresos de cada una fue toda una aventura. Ella se iba a sentir incómoda en el mío, y yo en el de ella. Eso lo teníamos claro. Pero nos importaba más cuánto nos queríamos. Yo fui sola al de ella, ella fue sola al mío. Se puso una camisa blanca, un pantalón negro y se pintó un poco. En la foto nos vemos radiantes. Yo no me acuerdo cómo me vestí, pero tengo la imagen del gimnasio donde fue el acto, de la emoción que tenía, y de lo rara que me sentía. Me llevó mi papá, pero él se fue. Ese era un momento de las dos.
Cuando cumplió 40 su marido me invitó a la casa. Era en uno de los barrios más “peligrosos” de la ciudad. A mí me encantaba la idea. No del peligro, sí de ir. No tenía miedo. De nuevo, me llevó mi papá y me dejó ahí. Victoria no sabía que iba a estar ahí, yo era la sorpresa que le había preparado su hombre. Todos eran familia, marido, hijos, nietos, y yo. Volví contenta, me gustaba mucho el mate dulce que tomábamos juntas.
No podría definir si éramos amigas, pero seguro no era la relación de nena rica con empleada doméstica. Victoria no reemplazó a mi mamá, porque aunque el relato no diga lo mismo, mis papás fueron y son personas muy presentes. Victoria no reemplazó a mis amigas, aunque muchas veces las charlas con ellas me aburrieran bastante. Victoria no reemplazó a mis hermanos ni a mi perra, ellos son parte de mi carne.

Victoria fue –sin saberlo, ni ella ni yo- mi guía.