Porfidia sólo se acuerda de esa vez. Cierra
los ojos y siente la campera, tres talles más chica, apretando su cuerpo.
Entró panza y se la abrochó con una hebilla.
Miró la película sin moverse y le gustó, pero más le gustó por estar con sus
padres, sin gritos ni alientos a alcohol de por medio. Esa noche, en esa butaca
de La Paz (Bolivia), todo permaneció en su lugar: su mamá, su papá, ella y la
alegría de los tres. Después ya no.
Después llegó el
desastre. Su mamá cayó internada por una cirrosis y murió en el hospital. Y su
papá, también borracho, decidió que no iba a hacerse cargo de la familia. “Si
usted quiere, vayasé” le dijo un día. A Porfidia su padre la trataba de usted.
Hoy,
Porfidia no es Porfidia. Treinta años después de esa tarde en el cine y a casi
tres mil kilómetros hacia el sur -en Buenos Aires- nadie sabe
su nombre ni puede pronunciarlo bien. Por eso, para simplificar, se adueñó del
más común que conocía: María. Además, ella tampoco sabe bien
cómo escribir el verdadero: algunas veces pone Porfidia, otras Porfiria. El año
pasado, cuando fue a anotar a su última hija, la empleada del hospital la retó.
— Tenés que poner en todos los cuadros el mismo
nombre. ¿Vos cómo te llamás?
Dudó, y eligió uno. Al azar. Las dos testigos
firmaron y ella volvió a tener un documento, un papel plastificado que le
aseguraba que no le iban a sacar a sus hijos por no tener identidad. ¿Quién es
Porfidia, entonces? Es una madre boliviana, sumisa, trabajadora y parca, que
una mañana, hace ya muchos años, escapó de su casa.
* Este texto responde a una consigna dada en el marco del Máster de Crónica de la revista Orsai.