Me pesan los párpados, me duelen los ojos, tengo olor a
zanjón contaminado, tengo frío, tengo calor, mi cabeza explota. Son las ocho de
la noche y siento como si fueran las doce. Siempre que salgo del barrio cuento
las horas que pasé adentro: lo hago con los dedos, como en la primaria, y
muchas veces me da más de ocho. Hoy me dio nueve.
Mi historia en ese lugar empezó hace casi cuatro años,
cuando yo tenía 20. Fui porque era el único barrio donde se estaba empezando a
trabajar en la ONG donde participaba. Conocí a una señora boliviana que se
llamaba María. Conocí a sus hijos, a sus vecinos, a sus sobrinos. Y cada
sábado, religiosamente, me tomaba el mismo micro, caminaba las mismas cuadras y
llegaba adonde todo se convertía en una mezcla de alegría y bronca, amor y
desilusión, cantos y lágrimas. Me generaba contradicción: los nenes se divertían,
y yo me empezaba a asomar a su realidad. Pero disfrutaba cada vez más estar
ahí, saltando en el medio de la calle y gritando “un tallarín, que se mueve por
aquí, que se mueve por allá”.
El grupo de gente que iba conmigo, voluntarios, se fue
deshaciendo, las personas consideraron que su cuota de caridad había acabado,
que ya habían visto sonrisas de niños pobres: su tarea estaba cumplida. O,
siendo menos cruel, la rutina los consumió y se olvidaron de los olvidados. En
realidad no sé bien por qué, pero empezaron a desaparecer.
Para el bien de mi alma, aparecieron otros. Otros con los
que crecí y aprendí. Otros y otras, que se convirtieron en parte de mi
historia, de mis preguntas existenciales. Personas con las que me ponía en pedo
y hablábamos de los nenes, de sus familias, de sus problemas, de la pobreza y
de por qué mierda ellos tienen que vivir así y nosotras no.
Y esos sábados dejaron de ser eso, sólo sábados, porque se
convirtieron en lunes, jueves, domingos. No importaba qué día fuera, si queríamos
ir a tomar unos mates y éramos más de dos, íbamos. Porque ahí la pasábamos
bien, porque ahí éramos oreja y sonrisa y abrazo y beso. Así nos empezamos a
conocer, a saber que María no era María, sino Porfidia, y ellos empezaron a
saber que yo no era Colo, sino Rosario.
Cuando entro, en mis mejores días, me siento una diva: me
gritan de una casa, de otra, ¡Colo, Colo!”. A veces me como el amague y es
alguien que me quiere decir linda, pero no me conoce. Y eso tampoco me sienta
mal. Aunque la mayoría de las veces es un nene o una nena que pregunta si hay
escuelita hoy.
Otros días me siento una puntera, porque los saludos son
cordiales, de gente mayor, y voy levantando la mano e inclinando apenas la
cabeza. Una vez, una puntera peronista me dijo que ella no tenía miedo ahí,
sabía que nunca le iban a hacer nada porque la conocían. Y así me siento yo.
El barrio es, para mí, uno de los lugares más seguros de la
ciudad. Aunque es ahí donde vi, por primera vez, transas, armas, escuché tiros
y corrí a refugiarme para después chusmear desde la puerta, vi motos quemadas
como mensaje mafioso. En esos momentos no sentí miedo, pero después sí
reflexioné. Porque yo me puedo ir, y ellos no, como dice una oración de Mugica.
No puedo cerrar estos pensamientos porque no tienen fin,
porque a mi vida la atravesó ese barrio y nunca puedo, ni pude, ni quiero,
dejar de sentirlo. En risas y en llantos, lo siento adentro.
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