lunes, 8 de abril de 2013

Cuando bajan las aguas


- Te aviso que se va a poner a llorar.
Mi amiga me había alertado del estado sensible de su madrina. No puede creer que gente que no la conoce vaya a ayudarla, me explicó, rebotando por los adoquines. Ella adelante, yo atrás, en bicicleta.
Cuando llegué, la mujer me abrazó y dijo gracias, gracias, y algo más que no entendí. Ya empezó a llorar, pensé. Pero al instante se calmó, y sin darme tiempo para bajarme me pidió un favor: si le podía pagar algo que vencía ese día. Salí de nuevo, pedaleé veinte cuadras, hice la cola en el Pago Fácil, le di la plata al señor y volví. Me agradeció y me indicó unas valijas para que me fijara si estaban secas. No. Entonces, valijas afuera. Afuera también había libros. Y ahí me quedé, mirándolos, separando sus hojas, tirando algunos.
La tormenta había sido el martes. Ese día era lunes de la semana siguiente y todavía tenía cajas con agua, sin abrir. Vive sola y su casa es chica. Chica y baja: es profesora de yoga, y todos sus muebles tienen la altura que alcanzó el agua: 40 centímetros. Una medida de afortunados.
Sus libros son de yoga, autoayuda o ficción. Después de llorar y de pedirme que fuera a pagar, me explicó cuáles eran las reglas:
-         Si te gusta algo, me decís y te lo llevás.
Entonces se lo dije.
-         Éste te lo voy a pedir prestado.
-         ¿Qué es?
-         Almudena Grandes.
-         Ay, sí, es divino, llevalo. Y hay otros, también. Llevalos, llevalos que son hermosos.
Por momentos tuvo verborragia. Me pidió que le contara de la tesis, se afligió, le dijo a su ahijada, mi amiga, que le escribiera un mensaje a sus alumnas para explicarles que no iba a dar clases, me habló de una chica que seguro le va a interesar leer mi libro, mi amiga le pidió que le terminara de dictar el mensaje. Todo esto en la vereda, los libros y las valijas secándose, y ella con un mate lavado y amargo en la mano.
Yo necesitaba estar en un lugar así. El miércoles, un día después de la tormenta, me tuve que ir al sur, a un casamiento. Cuando llegué y tuve que buscar un vestido empecé a putear y llorar. Si lo hubiera pensado dos veces no me iba, eso estaba claro.
Y cuando volví a la ciudad, lo primero que hice fue encerrarme toda la mañana en una facultad a esperar que otra amiga se recibiera. Otra vez, de los pelos. Quería ser útil, ayudar a alguien. Pero no sola, porque siempre me cuesta empezar cuando nadie me acompaña. Entonces mi amiga me dijo que se iba a la casa de su madrina, y me acoplé.

La gente está cansada, pocas casas tienen ya su vida en la vereda, muchos volvieron al trabajo, a la facultad, a la escuela. Y recién ahora llego yo, con ganas de donar sangre, ir al Banco de Alimentos, ser hogar de tránsito para alguna mascota perdida, lavar ropa de personas desconocidas, todo al mismo tiempo. Ya no se necesita tanto, ahora es el momento de despotricar contra el intendente, el gobernador, la ministra de Desarrollo Social y todo el que haya tenido algo que ver en este desastre.
Tengo mucha ansiedad, mucho odio, mucha energía, mucha ira. El problema: canalizarlo todo antes de explotar. 

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