sábado, 27 de abril de 2013

No es María


Porfidia sólo se acuerda de esa vez. Cierra los ojos y siente la campera, tres talles más chica, apretando su cuerpo.
Entró panza y se la abrochó con una hebilla. Miró la película sin moverse y le gustó, pero más le gustó por estar con sus padres, sin gritos ni alientos a alcohol de por medio. Esa noche, en esa butaca de La Paz (Bolivia), todo permaneció en su lugar: su mamá, su papá, ella y la alegría de los tres. Después ya no.
Después llegó el desastre. Su mamá cayó internada por una cirrosis y murió en el hospital. Y su papá, también borracho, decidió que no iba a hacerse cargo de la familia. “Si usted quiere, vayasé” le dijo un día. A Porfidia su padre la trataba de usted.
Hoy, Porfidia no es Porfidia. Treinta años después de esa tarde en el cine y a casi tres mil kilómetros hacia el sur -en Buenos Aires- nadie sabe su nombre ni puede pronunciarlo bien. Por eso, para simplificar, se adueñó del más común que conocía: María. Además, ella tampoco sabe bien cómo escribir el verdadero: algunas veces pone Porfidia, otras Porfiria. El año pasado, cuando fue a anotar a su última hija, la empleada del hospital la retó.
— Tenés que poner en todos los cuadros el mismo nombre. ¿Vos cómo te llamás?

Dudó, y eligió uno. Al azar. Las dos testigos firmaron y ella volvió a tener un documento, un papel plastificado que le aseguraba que no le iban a sacar a sus hijos por no tener identidad. ¿Quién es Porfidia, entonces? Es una madre boliviana, sumisa, trabajadora y parca, que una mañana, hace ya muchos años, escapó de su casa.


* Este texto responde a una consigna dada en el marco del Máster de Crónica de la revista Orsai.

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