martes, 28 de enero de 2014

Juntos

La forma en que se aman. Admiro.
Lo simple. Papi, me alcanzás los suequitos. Sí, mami, ahí están. Gracias, papi.
Y no es demasiado. Nunca es demasiado.
Parecen novios. De esos de los primeros meses, para los que todo está bien.
Pero llevan 16 años juntos. Y se acompañan y se miman y se aman. Todo el tiempo.
Ella mira por la ventana. Dice que le encanta este momento del día cuando los pajaritos se van preparando para la noche. Él revisa que estén pasando los antibióticos. Le acomoda la almohada. Se para. Le va a avisar algo a la enfermera. Se sienta. Revisa el celular. Habla. Mira por la ventana.
Extrañan a sus perros. Su paisaje, el cerro que se ve desde la ventana de su cocina.
Desde esta ventana ven árboles. Y gente tomando mate en una plaza de pasto seco. Esperando.
Ellos también esperan. Juntos.
Volver a la pacha, como dicen. A ese amor nuevo que aprendieron en un lugar nuevo con gente nueva. A descubrirse distintos y amarse igual. 

martes, 7 de enero de 2014

El último campamento

El fuego le ilumina la cara. A él, y a los otros diecinueve. Suena Wish you were here. El coro es casi perfecto, suave, apenas desafinado. Él –Pablo- simula una batería con una caña y una piedra cuadrada. Por momentos la acerca a su boca y hace como si fuera un micrófono. Del otro lado de la ronda una rubia le susurra algo a su hermana: cuando termine esta canción cantamos el feliz cumpleaños, pasala. Y llega hasta el guitarrista. Y el canto de ese coro casi perfecto, ya no suave, sí desafinado. Primero en castellano, después el amiguito que Dios te bendiga, después en otros idiomas: italiano, francés, y Pablo quiere en alemán, pero nadie se acuerda.
-  Subenstrugenbajen a ti, subenstrugenbajen a ti –canta su hermano menor, un ruliento de 20 años con aparatos transparentes que sueña –e irá por ello- con ser actor en Hollywood.
El fogón seguirá un rato más. El guitarrista, un Matías que le dicen Pelado aunque hace al menos diez años que es uno de los que más pelo tiene, imprimió cuarenta páginas de canciones con acordes. No te va gustar, Los Beatles, Abel Pintos. Pero le piden temas como si fuera una rocola, y él responde, improvisa, y todos cantan fuerte.
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Algunos números: somos veinte. Cuatro padres mayores de cincuenta, y dieciséis hijos e hijas: diez varones y seis mujeres. Cuatro autos, seis carpas, un camping a más de veinte kilómetros de San Martín de los Andes. Por ripio.
Ocupamos la misma playa de agua helada de hace ocho años. Y a todos los que se acercan los ahuyentamos. A los primeros, que eran también cerca de veinte, cuatro mujeres agarramos el cancionero y gritamos agudos bien feos. Y lo logramos. Se fueron.  
Llegamos el viernes. Armamos las carpas y el gacebo-living-comedor. Cuando estaba todo listo, dividimos: las seis mujeres se reparten en las dos carpas del fondo, los santis y fran en la ex gusano –una carpa en la que supimos entrar ocho personas-, los ignacios y seba en la de al lado, los varones grandes en otra y los padres en la que quedó pegada al comedor, así preparan el desayuno para todos. Pero finalmente no habrá casi división, porque estamos en la cordillera y se escucha todo. En especial los ronquidos de la carpa de padres, y las risas de todo el resto. Después, en el desayuno, ese será un tema de conversación: sí, vos roncaste, no, él estuvo bastante suave. También algunos pedos. Y el frío. Aunque sea verano, la cordillera no acalora: noches de tres grados bajo cero se sienten en los pies de algunos, en los cuerpos de otros.
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 - Al primer campamento Belén vino con pañales.
Belén: una colorada de 22 años que vive en La Plata y da clases de natación en un club.
Iqui, Sebi, Luli, Rosi, Coqui. Así nos llaman a algunos. Sobrenombres que ya no escuchamos en ningún otro lado que no sea acá. Entre nosotros. En otros grupos, con otros amigos, nos enojamos. Pero acá no. Acá se permite todo.
Somos cuatro familias. Y hace 20 años que hacemos esto: campamento de padres e hijos. Sin madres.
Ahora la Cristi estaría: por qué no toman un poquito menos.
 - Y mi mamá diciendo harinas no, carne a la noche tampoco.
Y en una ronda de reflexión, de balance, uno pregunta: a quién se le ocurrió venir sin madres. La brillante idea que surgió cerca de la ciudad donde vivíamos, cuando alguien propuso que los padres, sólo ellos, se llevaran de camping a sus hijos e hijas, se hicieran cargo por un fin de semana de llevarlos a la aventura y lograr que sobrevivan. Caminatas, escondidas, fútbol, juegos. Fotos tomando la leche en latas de cerveza. Algunos incluso se cortaron la cabeza. Pero nada de hospital: la gotita pega pega nada lo despega y a seguir jugando. Tener un cirujano, un traumatólogo y un cardiólogo es la mejor obra social que un grupo pueda pensar. Y, para completar, un fotógrafo que captara todo.
Esta vez no teníamos sólo eso, crecimos. Ahora el fotógrafo pasó a formar una empresa familiar: Gaspa fotos. Y Pablo, el del cumpleaños, corre de un lado a otro con la cámara y el lente para captar todo: una arriba de la tela, otros tocando la guitarra, otros tirándose al lago helado.
Y seguimos creciendo, así que tenemos más: periodista, abogado, zoólogo, botánica, relacionista pública, futuro comerciante, futuro médico, futuro ingeniero, cineasta, diseñadores gráficos, profesores de educación física, psicóloga, licenciado en administración, y un futuro actor de Hollywood. Puede que nada de esto importe, puede que sólo importe que después de veinte años seamos los hijos los que queremos volver a hacer esto: un fin de semana en la cordillera, en carpa, sin bañarnos, hablando, tomando mate, guitarreando, caminando, jugando. Como cuando éramos chicos.
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Dos padres van a hacer pis. Entre los árboles, de noche.
-  Tano, mirá el cielo –dice César, y piensa que parece un tapiz de estrellas entre las copas de los árboles. Es un romántico.
No hay luz artificial. Sólo fuego. Así nos vemos las caras. Algunas tapadas con cuellos de polar, otras con barba, otras rojas del calor, otras blancas del frío. Depende la distancia a la que cada uno esté del fogón, los grados centígrados de su cara y su cuerpo.
Pasan primeros los vasos con vino. Todo se comparte, como si fuera mate: una chupadita cada uno. Después las gomitas de colores que mandó una de las madres, los caramelos sugus, el té de hierbas, y de nuevo el vino. Y cuentan chistes. El más chico, el que en diez años va a ser el médico de todos, tiene dos cualidades únicas: mantiene el fuego y se acuerda muchos chistes verdes. Cuenta uno o dos, y se para a buscar cañas del montículo para quemar. El fuego se levanta y nos calienta la cara a todos.
De a uno, sin mucho alarde, cada cual va a su carpa. Algunos se lavan los dientes en el lago, otros ya se los lavaron después de cenar, cuando todavía era de día. Hay baños, a tres cuadras. Así que nuestro baño es el bosque.
Voy a hacer pis.
Pará que está Male.
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La pregunta puede ser por qué nos queremos. Cómo es que llegamos a ser tan familia sin vernos algunos por más de un año. Porque cuatro viven en Córdoba, cinco en Cipolletti y el resto en La Plata. Los que volvemos –a Cipolletti- lo hacemos cada vez menos. Porque ya armamos nuestras vidas, el estudio, el trabajo, los amores, las pasiones. Y podemos estar un año sin saber qué hace el otro -aunque ahora las redes sociales nos ayuden a estar al tanto- y sin embargo querer vernos, hablarnos, reírnos, cantar, putear.
Dale, gordo hijo de puta, repetí más lento.
Bueno. Pablo se la pasa a Pili, Pili la tiene un rato y se la pasa a Nacho, Nacho a Seba, Seba la tira a la mierda y César la va a buscar enojado. Quién tiene la pelota.
Pili –responde uno.
Pablo –dice otro.
César.
Seba.
Responden todos. Un segundo de silencio.
No, Fran.
Y ahí es cuando lo putean de nuevo. Así estamos todos, los veinte, intentando el pensamiento lateral.
Yo tengo otro juego. Se trata de quién puede entrar al cine. Digo unos ejemplos y después ustedes tienen que adivinar. El cuchillo entra, el tenedor no, porque es el cine.
El cine. El cin-e. El sin-e. Palabras sin e entran. Con e no entran. Hay que adivinar la lógica. Cuando algunos la saben, se ríen de los demás, los deliran. Los que en el juego anterior acertaron rápido, ahora no entienden.
Otro. Santiago -23 años, abogado, barba con destellos colorados- se para. Trae a la ronda un tenedor y un cuchillo. Dice que estamos en el cielo y tenemos que pasarnos los cubiertos con cortesía, sino no comemos. Cruza el tenedor y el cuchillo y los pasa.
-  No, vos no comés –le dice al primero que los agarra.
Cara de desconcierto. Los cubiertos pasan de mano en mano. Varias rondas de intentos: vos mirame a los ojos, vos hacé lo mismo que yo. Hasta que alguien dice la palabra mágica. Y el abogado dictamina: Coti come. El entusiasmo vuelve, y todos agradecemos.
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Armamos un gimnasio. O un club deportivo. La experta en tela la cuelga en una rama de más de diez metros de alto. Y enseña a los que quieran. La fuerza en los brazos es esencial, la de las piernas también. Ella es ágil, sube bien alto y hace formas, y Pablo gatilla desde abajo.
A ver, mantenete así. Mírame, sonreí.
Con Pablo en escena todos nos sentimos en un casamiento. A dos metros, una cancha improvisada de fútbol-tenis. Juegan dos de los padres.
El gordito se nos va a esquinzar –dice el hijo de uno.
¡Dejá que pique! –le grita otro de sus hijos desde el auto.
Las caminatas son un clásico de los campamentos. Siempre alguna expedición hacemos. Pero esta vez será corta, paramos en una playa cercana, no nos vamos ni siquiera del camping, no queremos agarrar los autos, queremos hablar, vernos las caras, reír, putear. Y contar cuentos.
El Zurdo –cardiólogo, pelo blanco, ex colorado- lee. Un cuento de fútbol, de Eduardo Sacheri. Habla de un jugador, de un gol, de unos ingleses, de un orgullo. El Zurdo tiene más de cincuenta años y se emociona. Todos escuchamos atentos, con la mirada gacha, como en un ritual. Como antes era la religión, ahora es la amistad.
Algunos nos llevamos libros propios. Pero no leemos, porque eso implica algo de soledad, y esto no se trata de soledad. Unos meditaron sí, otros durmieron la siesta sí. Pero fue sólo un instante de esos tres días. Porque de algún lado salía esa necesidad de estar juntos. Quizás de la convicción de saber que ésta podría ser la última vez.
Porque pensamos en los planes para el 2014 y a algunos les implica irse a vivir a Alemania, o a Canadá, o adonde el trabajo y el amor los lleven.
Encontrar un lugar para vivir cuatro o cinco años –dice Tomás, biólogo, que acaba de volver de estar dos años viviendo en México.
-  Ves, Zurdo, nuestra generación se equivocó en eso. Ahora ellos piensan en cuatro o cinco años, nosotros pensábamos para toda la vida.
Y la conversación sigue, con el sol de frente y los pies en el lago Lacar. A ellos les gusta nuestro pensamiento, porque planificamos, pero también nos dejamos llevar. Y sobre todo, como dijo Nacho, el futuro actor de Hollywood, perseguimos nuestros sueños. Y no me importa que sea una frase trillada, porque en realidad tiene más originalidad que cualquier otra. Porque quién planea con 20 años irse a vivir a California en el 2015. Quién piensa hacer cursos complementarios de su carrera en Alemania. Quién piensa ahora en dejar todo e ir a probar suerte a otro lado. Lejos.
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Nos juntamos a las siete en lo de Morell. Ese era el plan. Algunos abrazados –literal- a la almohada. Otros con más energía que nunca. Otros haciendo chistes. Dos madres vinieron a saludar. Foto. La foto de siempre. De todos. De la salida. De la vida compartida.
Y partimos.
Paramos en Piedra del Águila a hacer pis y cargar nafta.
Los hijos nos hablamos por whatsapp. Armamos un grupo que se llama campamento y tiene de ícono un tipo con una mochila gigante, panza y mucha cara de contento.
Cuál es el paradero de los Gaspa. Estamos adelante, frenamos? Siga sigaaa. Oka. Los estamos esperando, pasando La Anónima. Pablo pasame otra. Dulce de leche o medialuna. Medialuna. No hay más.  
Llegamos  a una playa: Yuco. Rompemos la paz de los cuatro grupos de gente, cortamos las nueve tartas y atacamos. Son las tres de la tarde.
Llegamos al camping. Después armamos las carpas, el mate, las charlas, el fútbol-tenis, la tela, la caminata corta, las charlas, las hamburguesas, los chori, el vino, el truco, la canasta, las charlas, los pases, las adivinanzas, el fogón, las charlas, las guitarreadas, los chistes, el chapuzón, el cordero, las charlas.
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Cierro los ojos y sonrío. Digo que qué lindo todo esto. Respiro profundo. Vuelvo del baño con Flor, la psicóloga que hace arte en tela. Cuando camino tomando vino por el mismo tierral con Coti, la relacionista pública, colorada, hablamos de los amores y los miedos, y pienso lo mismo. Qué lindo todo esto. Y le pido que si a los treinta años no estoy viviendo en un lugar así que me haga acordar de esto.
¿De qué?
No sé.
De la amistad que llega a ser tan fuerte en la distancia que se convierte en familia.

lunes, 30 de diciembre de 2013

El Negro

La historia empezó cuando él quiso. Porque él quiso.
No sé qué día fue ni cómo lo habrá decidido. De lo que estoy segura es que lo pensó. Al menos un segundo, pero lo pensó. Debe haberse dicho: che, qué lindo va a ser esto, yo me quedo muchachos. Y los muchachos, por supuesto, lo aceptaron. Digo por supuesto porque los albañiles me caen bien. En las ideas, claro. Cuando los tuve que tratar me dio vergüenza, porque soy mujer y si no fuera la hija del dueño de la casa quizás -prejuicio aparte- me hubieran dicho vení mamita, y esas cosas.
Pero fueron ellos los que lo dejaron pasar. Y después fue mi papá -edipo aparte- el que lo alimentó. Esas semanas, meses, tuvo la marca: el pelo negro sucio con un pedazo de revoque duro en el cogote.
Después, cuando la casa se puso coqueta y dejó de ser una mole de cemento para convertirse en un hogar, él también cambió. Costó baño y alimento balanceado para que mi madre finalmente diera el sí. El nombre tenía que ser simple. Como él. Negro.
Lo dejé de ver por mucho tiempo, porque vivo a 1200km de él. No sé bien por qué lo quise tan rápido. El amor de mi vida, mi perra de 15 años, enterrada hacía apenas uno, seguía siendo la preferida. Para siempre. Pero el Negro algo hizo.
Ahora acompaña a mi mamá en sus caminatas. Y le ladra al motor del agua cuando mi papá va a revisarlo. Y tiene un amigo, el callejero del vecino, un cusquito feo pero simpático.

Una historia que no vi, que lo hace gigante, que me hace pensar -estar convencida en realidad- que él sabe lo que hace. Un día, dejó un poco de comida. Digamos, la mitad de su plato. Al otro día, lo mismo. Mi papá empezó a preocuparse. Ahora, en esta etapa de hijos que se fueron, está tan atento a él como lo estuvo con nosotros. Pasada una semana decidió espiarlo. El Negro se hizo chiquito para entrar por la reja, su amigo cusquito feo pasó detrás de él. Se sentaron uno al lado del otro. Cusquito al lado del plato del Negro con la comida del Negro. Y comió, todo lo que él le había dejado. 
Después, imagino, deben haber sonreído.

lunes, 26 de agosto de 2013

Historias máximas I

El primer día que fui a buscarte un nene me dijo que tenías problemas de corazón. Que no podías correr ni comer con sal. Tenías 8 años.
Después tus papás se separaron, porque tu mamá se enamoró de su cuñado, tu tío. Así que tus primas pasaron a ser tus hermanastras. Y contra todos los pronósticos, tu papá se hizo cargo -bastante bien- de tus dos hermanas y de vos.
Te dejé de ver por un tiempo, porque los fines de semana te tocaba ir a visitar a tu mamá, quien, por supuesto, se había ido del barrio. Ahora volviste. Y ya no sos chiquita. Sabés leer, sabés escribir. Hoy, como esas primeras veces, me senté con vos e hicimos tarea. Corregimos "avia" por "había", le pusimos los acentos a las palabras.
Hoy, como siempre -como cada vez que te cruzaba en estos cuatro años y medio- me sonreís cuando grito tu nombre, venís a darme un beso y te sentás a esperar tarea.
Esa sos vos, el oasis en el desierto, una forma adulta de aguantar el huracán.


sábado, 17 de agosto de 2013

Los Helfeinstein de la villa

Hay momentos en que no entiendo a la gente que escribe ficción, momentos como hoy, cuando la realidad nockea al verosímil y lo deja así de chiquito.
Me contaron esto: el martes 13 un hombre iba en moto con tres de sus hijos. Lo chocaron de atrás y él se dio la frente de lleno con el paragolpes del auto de adelante. Murió. Los tres chicos quedaron internados.
La mujer, madre de seis, hizo el velorio de su hombre en la capilla del cementerio. Ahí fueron los más cercanos. Uno de esos parientes, de oficio transa, le dijo: vos ahora tenés que dejar el alcohol y ocuparte de tus chicos. Todos asintieron.
Todos incluye a una mujer boliviana, la que me cuenta esto mientras cuida dos hijos de la viuda, los que no iban en la moto. Dos sietemesinos: uno de cabeza enorme y ojos viscos, y otra muy chiquita que ahora se alimenta de teta inmigrante. La misma de la que toma otra nena, ésta sí nacida de esa panza marrón. Panza donde ahora crece otra, u otro. 
Anoche, cuando dormían todos bien arrimados, se escucharon tiros, corridas, gritos de "vení, tirame" y frenadas de patrulleros. Dicen que acaba de salir un pibe de la cárcel y parece que -oh casualidad- no está "reformado" y sigue del lado de los malos. Pero eso al menos no los toca directamente.
En realidad, hasta ahora el peor mes fue enero. Esto no me lo dice ella, lo pienso yo. En 20 días se murieron dos hermanos y la madre de su marido. Uno en el velorio del otro. Un verdadero récord. Digo: ¿cómo hacen para aguantar tanto?
Ya entiendo por qué escriben ficción los que lo hacen. Hablar de la realidad es demasiado complejo. No puedo.
Si todo esto le pasara a una familia de clase media -o peor, alta-, ¿qué medio se atrevería a no hacerse eco? Le llamarían algo así como "La tragedia de la familia Alcorta Helfeinstein".

martes, 6 de agosto de 2013

Victoria

Hoy fue el cumpleaños de mi hermano menor. Decidí que le iba a cocinar, a tomar el rol de madre. No me levanté temprano ni le hice el desayuno, pero apenas pude saqué harina, huevos y azúcar, los puse en la mesada y empecé. Cuando ya había pasado casi toda la etapa culinaria, me vi lavando los platos por segunda vez en el día. En ese momento me acordé de Victoria. Creo que pensé algo como: hace unos años esto lo estaba haciendo ella. La recordé y la quise todavía más.
Hace un tiempo leí una crónica sobre empleadas domésticas. Me generó algo raro entre culpa y satisfacción. Bien raro. Victoria fue parte de mi vida casi los mismos años que la perra que más me duró. Witty es la mascota irreemplazable. Vivió conmigo quince de los diecisiete años que estuve en Cipolletti. Y Victoria estuvo todo ese tiempo ahí: cocinando lo que mi mamá le había indicado, todos los lunes carne al horno con algo, todos los martes pastas, y así. 
Victoria no era una simple cocinera. Ella fue la que me enseñó que los hombres son todos unos idiotas, que tenía que alejarme de ellos. Me acuerdo de ella agitando las sábanas de la cama de mis papás mientras defenestraba al género masculino. Un día, años después, le conté que me había dicho eso y se rió. No podía creerlo. Ahora estaba bien con otro hombre.
Uno de los mediodías que yo llegaba de la escuela toda transpirada, toqué timbre y empecé una catarata de pedos. Victoria abrió la puerta y yo seguí hasta que se me acabaron. Cuando terminé me dijo: ojo que está tu abuela. Nada de: “nena, cómo te vas a tirar pedos enfrente mío”, o mínimo “qué asco”. Nada. Victoria era una de las personas que más me entendía.
En el 2006 terminé el colegio, ella también. Tenía 40 años, tres hijos y dos nietos. Hizo el nocturno. Traía el boletín a casa, me pedía ayuda con inglés, yo me sentaba en un banquito en la cocina y miraba sus cuadernos. Me encantaba pasar tiempo con ella, me sentía yo misma. Ir a los egresos de cada una fue toda una aventura. Ella se iba a sentir incómoda en el mío, y yo en el de ella. Eso lo teníamos claro. Pero nos importaba más cuánto nos queríamos. Yo fui sola al de ella, ella fue sola al mío. Se puso una camisa blanca, un pantalón negro y se pintó un poco. En la foto nos vemos radiantes. Yo no me acuerdo cómo me vestí, pero tengo la imagen del gimnasio donde fue el acto, de la emoción que tenía, y de lo rara que me sentía. Me llevó mi papá, pero él se fue. Ese era un momento de las dos.
Cuando cumplió 40 su marido me invitó a la casa. Era en uno de los barrios más “peligrosos” de la ciudad. A mí me encantaba la idea. No del peligro, sí de ir. No tenía miedo. De nuevo, me llevó mi papá y me dejó ahí. Victoria no sabía que iba a estar ahí, yo era la sorpresa que le había preparado su hombre. Todos eran familia, marido, hijos, nietos, y yo. Volví contenta, me gustaba mucho el mate dulce que tomábamos juntas.
No podría definir si éramos amigas, pero seguro no era la relación de nena rica con empleada doméstica. Victoria no reemplazó a mi mamá, porque aunque el relato no diga lo mismo, mis papás fueron y son personas muy presentes. Victoria no reemplazó a mis amigas, aunque muchas veces las charlas con ellas me aburrieran bastante. Victoria no reemplazó a mis hermanos ni a mi perra, ellos son parte de mi carne.

Victoria fue –sin saberlo, ni ella ni yo- mi guía.

viernes, 24 de mayo de 2013

Todo por mi madre


A mí, María Livia, me chupa un huevo. O un ovario, lo que sea. No la conozco y sé muy poco de ella. Sé que mi mamá quiso viajar a Salta para ver qué se siente ser tocada por la mujer que habla con la Virgen. Le parece que Dios se manifiesta en ella, y eso es algo increíble. La razón por la que yo estoy acá no es la misma.
Es sábado, y subo al cerro porque estamos en un viaje de paz y amor con mi mamá, y lo religioso es parte del paquete. Estuvimos peleando durante un año porque yo ya no era una autómata suya, no hacía lo que ella quería, no me importaba lo que a ella le diera miedo. Yo quería ser yo, no la hija de.
Hace ya cuatro años que vivimos a mil doscientos kilómetros una de la otra, pero el estigma de su deber ser me seguía comprimiendo el cerebro. No me emborrachaba, no iba a lugares peligrosos, no fumaba, para no tener que mentirle. Hasta que empecé a darme cuenta que podía desprenderme del cordón umbilical y lo corté, al principio sin darme cuenta, después a propósito. Sé que le dolió a ella más que a mí.
Pero eso ya pasó. Hoy es el changüí religioso del viaje. Yo ya no soy parte activa de la Iglesia, ella sigue siendo una fanática. Me invitó a Salta para hacer las paces, el primer viaje madre e hija, sin mis hermanos, sin mi papá, sin auto, sin organización previa, sólo pasajes y alojamiento. En la semana hicimos dos excursiones de todo el día en unas combis mínimas, donde tirarse un pedo era matar a quince personas. Recorrimos los pueblos turísticos de Jujuy con cuatro rubias y una morocha salidas de la serie yanqui Amas de casa desesperadas, dos parejas cincuentonas de quejosos, algunos porteños y un par de turcas que no entendían nada y parecían estar por morir: los cuatro mil metros de altura hacían un efecto especial en extranjeros. A nosotras nos habían prestado hojas de coca, así que estábamos vivas, aunque lentas.
En esas excursiones extrañé a mi papá, al auto y a su organización. Era un viaje distinto: se trataba de estar juntas y solas. Hablamos una sola vez de lo que habíamos sufrido, de que yo quería ser independiente, que no era nada contra ella, que no había hecho todo mal como madre, que me había gustado la crianza pero ya tenía que llegar a su fin. Llorisqueamos en un restaurant, nos dimos la mano y entendimos que empezaba una nueva etapa: la de yo soy yo, y ella es ella.
Y yo, que soy yo, estoy haciendo un gran esfuerzo en mi nueva vida de hereje. Lo hago porque sé que lo que más le cuesta de mi cambio es mi aversión a todo lo católico. Pero María Livia me sigue chupando un huevo. Esta señora decía (y dice) que se le aparece la Inmaculada Madre del Divino Corazón Eucarístico de Jesús, con una desordenada e impredecible periodicidad, en su casa, en la parroquia, pero especialmente, en ese cerro. Porque ese lugar lo eligió desde los cielos y se lo dijo a ella, su instrumento elegido para la misión de evangelizar al mundo, desde la Argentina. Ese mensaje provocó ojos de huevo en varios católicos cuando el humo blanco del Vaticano vino acompañado de una graph que decía: Bergoglio Papa.
Pero eso fue cinco meses después. Ahora subo al cerro. En silencio, pienso en boludeces y leo los carteles que me retan: “Esto no es un lugar de turismo ni deporte”, “Ofrece con una oración tu ascenso”, “Este es un espacio para la oración, silencio y recogimiento”.
La fila es lenta. Somos muchos, estamos a cuatro grados de los cuarenta y son las diez de la mañana. Hace dos horas que se abrió el portón, y ya había gente esperando. El camino es angosto y vamos primero para un lado, después para el otro, un lado, el otro, un lado, el otro. Lo bueno de que vayamos lento es que no me canso tanto. Las subidas me ponen muy de malhumor, detesto el concepto de sufrir en el ejercicio, y cuando me pasa se me activa el chip de odio-al-universo-entero. Y ahora que soy hereje no me reprimo.
Los impedidos hacen cola para llegar en colectivos de línea. Colectivos que, hoy, lo único que hacen es esa subida. Por suerte este no es el momento en que prefiero ser una impedida, aunque a la vuelta voy a querer y nadie me va a llevar: voy a tener que cargar sola con mi mamá. Está bien, no es una anciana, pero juro que fue dura la bajada.
Colgados de las ramas de los árboles empiezan a aparecer algunos rosarios. Al principio son pocos, miro cada uno y, a escondidas, los capto con mi cámara. Algunos son blancos, otros de los que brillan en la oscuridad, otros de madera o alpaca. Cuando se despeja la selva que nos cubre, empezamos a ver los colectivos de larga distancia prolijamente frenados en una gran explanada principal; después me entero que hay más estacionamientos y que podríamos haber caminado menos. Son más de cincuenta y traen  gente de todo el país y del mundo, aunque por ahora sólo de países periféricos. También llegan y se van taxis y remises. El gremio sabe que los sábados hay que estar en el cerro.
Arriba, ya cerca del santuario, no se puede comer, ni usar el celular, ni tomar mate. Agua, nada más.
-          Claro, por eso se desmaya la gente. Nos hacen cagarnos de hambre y de calor.
A mi mamá no le molesta mi queja, ella se siente igual y tampoco es fanática de María Livia como para aguantarle semejante falta de respeto. Para los que no estamos rezando esto es inaguantable.
Los carteles tampoco nos dejan hablar. Hay música de misa en el aire: son los servidores, sus voces y sus guitarras punteando. Ellos son los encargados del sonido, y se distinguen con un pañuelo celeste anudado a lo boy scout. Arriba, todo es gratis: la entrada, el agua, los baños, la atención médica y la música. Y son ellos los que hacen todo.
Cuando llegamos arriba, buscamos la fila de los que quieren ser tocados por María Livia y esperamos. Los ancianos no se sientan, en realidad supongo que porque no hay sillas, pero yo no aguanto. Me tiro en el piso y odio los momentos que avanzan poco y me tengo que parar, para después volver a tirarme. Cada minuto hace más larga la fila. No nos llega a proteger una media sombra rota que se ve de lejos, donde hay otros cientos que sí se pueden sentar y no les da el sol en el medio del ojo. Algunos de nuestra fila tienen paraguas que funcionan como sombrillas a lo Mary Poppins, otros gorros o pañuelos, y los menos precavidos usan las toallas de mano como sombreros. Yo tengo mi pañuelo de abrigo en la cabeza, mi mamá no se pone nada.
Empiezo a pensar en la empanada que voy a comer cuando baje. Es de carne cortada a cuchillo y papa. Chorrea. Nadie puede imaginar que no estoy rezando: sentada en la tierra, tengo la cabeza para abajo y los ojos cerrados. Tomo agua y vuelvo a la realidad. Ni siquiera llegó María Livia y encima nos tiene que tocar a todos los que estamos acá, uno por uno. Voy a morir famélica.
La música se detiene y empieza el rezo del rosario. María Livia está rezando, pero los de la popular no la vemos. Después nos enteramos que en ese momento se aparece la Virgen, todos los sábados, en alguna parte del rosario. Aunque sólo a María Livia, claro, y viene acompañada de un par de amigos. Esta vez fueron el Papa Pío, San Antonio de Padua y otros santos que María Livia no reconoció. Cuando termina el rezo, empieza la acción.
La gente que llegó más temprano y pudo protegerse por la media sombra empieza a moverse. Los servidores sacan las sillas plásticas y los llevan al rayo del sol, donde hay carteles que indican zonas por números. Los ponen en fila india, todos mirando al mismo lado. Cuando ya hay varios preparados aparece María Livia. Alargamos el cuello para mirar, esta vez sí la vemos.
María Livia está casada, tiene tres hijos, nietos, es un ama de casa ejemplar, pero parece una monja de civil. Lleva la clásica pollera gris a tablas, zapatillas deportivas y medias blancas. El cuello de su camisa, también blanca, está levantado, y le cuelga un rosario, de nuevo blanco, de plástico. Primero pienso que parece Batistuta con el cuello así. Después entiendo: nos estamos calcinando, son las dos de la tarde en un cerro de la provincia argentina más cercana al Ecuador. Se está protegiendo para no terminar quemada.
Un servidor la sostiene del brazo. Es un chico de veinti muchos y lleva el pañuelo celeste que los distingue. Una chica, con cara de protagonista de una novela de Cris Morena, filma los movimientos de la mujer y dice “no” con la cabeza cuando ve gente que saca fotos.
Los toca uno por uno. Después de la oración de intercesión -así se llama el momento que posa su mano sobre el hombro del peregrino- algunos se quedan parados y esperan que un servidor les indique por dónde salir. Otros sólo caen al suelo. El llanto de los que caen es espasmódico: la panza y el cuerpo se les mueven como si la angustia los poseyera. La primera mujer que veo haciendo esos movimientos me hace llorar. Dejo de mirarla, aunque mis ojos vuelven solos. Son el morbo y mi sensibilidad luchando mano a mano.
Una fila paralela de servidores se arma atrás de los que van a ser tocados. Son sólo diez y tienen que seguir el ritmo de María Livia. Esperan algún desmayado, lo apoyan con dulzura rápida en el piso, y corren al principio de la fila, a auxiliar a los que siguen. Ningún cuerpo se les cae, parecen cronometrados.
Todo eso lo vemos desde nuestra fila estática. Cuando por fin avanzamos y nos ponemos felices, nos pasan a los asientos de cemento donde estaban los recién intercedidos. Vamos a estar un rato más así, a la espera. Cada tanto me vuelve la imagen de la empanada, pero la intento sacar de mi mente porque no quiero que se me active el chip del odio.
Una hora después estamos paradas y ubicadas, a punto de ser intercedidas. La vemos venir.  Quiero desmayarme yo, para ver qué se siente. No quiero que se caiga mi mamá, me hace mal verla llorar, y mucho peor imagino que me hará verla tirada, casi convulsionando. Pero pasa. María Livia me toca, no siento nada. María Livia toca a mi mamá, ella se cae: su cara empieza a enrojecer, por suerte con los ojos cerrados, y llora. Me quedo mirándola, pero no despierta. Los sobrevivientes se van, caminando, a la salida. Yo tengo que hacer lo mismo. Me pongo a un costado, tengo miedo de perder a mi mamá.
Cuando por fin la encuentro, no me habla. Quiero irme. Me pide, con señas, ir al santuario. Otra fila. El santuario parece una capilla de gnomos, aunque estoy acostumbrada a estas dimensiones. El movimiento católico en que me criaron también tiene santuarios y también son para gnomos. Pero en los que conozco la imagen de la Virgen no es una estatua. Acá sí. Parece una nena de catorce años, tiene vestido y velo blancos que irradian una luz, de nuevo, blanca. Es una estatua muy vívida. Miro fijo sus ojos celestes y siento que me observa. Sonrío por dentro, y la estatua sonríe. No me asusto, estoy acostumbrada al pedo místico. De adolescente vivía borracha de religión: muchas veces pensé la posibilidad de convertirme en monja. A su izquierda, arriba, hay un corazón con la inscripción “JHS” rodeado por una estrella de seis puntas. Es el Sacratísimo Corazón Eucarístico de Jesús. Ellos dos, el corazón y la inmaculada, son los que, según María Livia, le hablan desde el año 1990, cuando ella todavía era una simple ama de casa de clase media que iba a misa todos los días, rezaba el rosario diario, comulgaba y se confesaba cada mes.
Adentro del santuario la gente deja fotos y cartas. Del árbol que está en la entrada cuelgan más de mil rosarios, muchos con papeles pegados con intenciones, pedidos o agradecimientos escritos. Nunca había visto un árbol así. Pienso si lo limpiarán cada tanto, y cómo aguantan sus ramas esa cantidad de peso. Mi mamá se saca su rosario de alpaca y me lo da.
-          ¿Lo colgás, Pichonina?
No me molesta. En otro momento de nuestras vidas la hubiera odiado. Pero todo lo que pasa me parece interesante, y también participar y ver qué siento ahora que soy hereje. Y de nuevo, como con María Livia, no siento nada.
Son las cinco de la tarde, y a las seis hay misa en el santuario de abajo. No, tampoco para tanto. Por suerte, mi mamá no me insiste.  Estoy cansada, tengo hambre, me quiero ir a tirar a la cama del hotel, bañarme y comer la empanada salteña que sigue en mi mente.
Suficiente religión por hoy.