viernes, 15 de marzo de 2013

Un cura villero del sur


Hace dos años, un lunes de vacaciones, fui a hablar con el Padre Gustavo, el cura que más odié durante mi adolescencia. En esos tiempos yo era la ñoña, la que decía que le iba mal en la escuela y terminaba sacándose puros nueves y diez, la que tocaba la guitarra en la misa de la ancianidad y la que creía que tomar de más estaba mal, emborracharse no tenía ningún sentido. Ni hablar de drogas.
Mis papás eran (y son) de un movimiento de la Iglesia que sigue a la Virgen María. Su advocación no es muy famosa en el Tercer Mundo, es difícil de pronunciar. Schônstatt. Esa Virgen, la de Schônstatt era la oficial para mí, durante toda mi infancia creí que era la única, y aun hoy, cuando la veo de repente me sorprendo. Sigo creyendo que me cuida, ahora sin la estructura eclesial encima.
Mis amigas eran casi todas creyentes, yo era la más radical. Seguir los dogmas era mi pasión. El sexo: después de casarse. El alcohol: pervertidor de juventudes. Los hombres: rocas y, si no son católicos, no te acerques, seguro son pervertidos. El mundo: no tiene valores. A los 15 años me peleé con mi mejor amiga porque quería “tener relaciones” con su novio. Horrible, horrible lo de ella.
A los 17 me mudé a La Plata, donde vivía y estudiaba mi hermano mayor. A seguir sus pasos. Seguía siendo religiosa, caritativa y de mucho rezo. Me encantaba, no voy a mentir: nada de arrepentimientos. Pero digamos que gracias a Dios ya no soy así.
Durante mi tercer o cuarto año en la ciudad empecé a cambiar. La facultad, su zurdismo militante, mi otro hermano, mis nuevas amistades, la villa, las madres y los nenes de la villa, hasta mis viejas amigas religiosas empezaron a cuestionar los dogmas. Las primeras veces me opuse, si yo era feliz así, ¿por qué modificar mis ideales? Había empezado en una ONG que hacía casas en los asentamientos, en un principio eso era lo único que sabía. Me mandé, sola, como hago con las cosas que me cuestan, a una de esas construcciones. La pasé mal, lloré en el micro de ida, no sé cómo hace la gente para socializar rápido, yo sufro. Después con la familia se me hizo más fácil, y cuando el grupo de compañeros se redujo también. Cuando entro en confianza termino haciendo chistes y todo.
Después me metí en el área de educación, en un barrio que en ese momento era Eucaliptus. Años más tarde descubrí que se llamaba Del Culo. Desde el 2009 que no me moví de ahí, hice mil actividades: juegoteca, apoyo escolar, alfabetización de adultos, reuniones vecinales. Pero para eso tardé bastante. Al principio iba sólo por caridad, a dar mi tiempo a los más necesitados, después empecé a ir porque sí, porque me gustaba estar ahí, en sus cumpleaños, en su cotidiano, hacer vereda y tomar mate dulce.
A mis papás esto les iba gustando cada vez menos. El detonante fue La Matanza. En una construcción conocí a un chico de ahí, y con una amiga quisimos ir a visitarlo a su casa. Nos invitaron a quedarnos a dormir, el viaje era muy largo. Decidimos volver el fin de semana siguiente y  quedarnos. A la distancia, mis padres se opusieron, yo me enojé, grité y fui igual.
Cuando volví a mi ciudad quise hablar con Gustavo, sentí que en algo él me entendería, aunque creía que no me iba a animar. Dio la misa del domingo y lo intercepté para pedírselo. Aceptó rápido. Sabía que él no me odiaba, había aprobado su materia en el último año de secundario. Filosofía era el karma de todo el mundo.  Nos quería enseñar a pensar; nosotros éramos unos nenes de mamá y él tenía mucha bronca contenida a la mediocridad de nuestra clase.
No sabía cómo empezar, ni qué decir después. Apenas llegué me dijo que había surgido un problema en el barrio y tenía que ir de urgencia. Me preguntó si lo acompañaba o lo esperaba ahí. Pensé que ya sabía por dónde venía lo mío y que eso era un guiño, así que le dije, sonriendo por dentro, que sí.
-          ¿Y? ¿Ya te volviste marxista? – me soltó de golpe.
-          Más o menos.
Pude empezar a hablar. No me acuerdo todo en orden, pero sé que fue un hito, porque en su momento lo escribí y todavía me acuerdo. Puse: “lo escribo como me sale porque no me quiero olvidar de lo que me dijo, de verdad que me sentí comprendida por un mayor y eso no me estuvo pasando el último tiempo”. Me ayudó a entender desde dónde hablaban mis papás y el por qué de sus miedos, en qué entorno nací y qué era lo que estaba viviendo.
Le conté que el colegio me parecía, ahora desde afuera, muy cerrado y toda mi vida allá había sido vivir en una caja de cristal. Hablé de la historia de dos madres de la villa,de cómo viven, de la impotencia que me genera, de la tristeza que me aprieta, de los mates que disfruto, de la seguridad que siento ahí más que en ningún otro lado. Le dije que a mí me interesaban ellas, que quería correr los riesgos que implicaba estar ahí, en su lugar, lo quería porque no podía ser que yo estuviera cómoda en mi casa mientras ellos sufrían la pobreza todos los días. Le dije que si moría en el barrio o por causa de ellos iba a ser feliz, porque ahí quería estar.
Me preguntó si estaba drogándome últimamente. Le dije que no. Se rió y me explicó que hacía mucho no escuchaba algo así y necesitaba escucharlo. Se lo veía sorprendido, para bien, y yo estaba feliz de sentir que no eran ridiculeces lo que estaba diciendo.
Decidió prestarme unos libros. Al otro día me trajo una bolsa llena.
-          El dvd y las revistas son de regalo. Los libros devolvémelos.
Gustavo es un cura villero del sur, donde las villas no se llaman villas sino tomas. Tiene más barba que pelo, usa boina caqui o negra y casi siempre la misma bombacha de campo. Una especie de correa le sostiene las llaves, creo que es un rosario de cuero gastado. La ropa disimula su pasado, es un platense nato, aunque de los exiliados.
Donde él vive, el Anahi Mapu, es un barrio conocido por la frase “entrá si querés, salí si podés”. Un barrio al que toda mi generación le tuvo miedo, todo lo malo, feo y perverso pasaba ahí. Ir a dar ayuda comunitaria a la casita del Padre Gustavo era como redimirse. Con eso tenías pase free al cielo.
Él hace veinte años que duerme, come, lee, toma mucho mate y fuma su pipa en una piecita al lado de la parroquia,donde el escritorio y la pared llena de libros están a un paso (literal) de la cama. En la cocina comunitaria un loro lo mira esperando comida. En otra jaula dos pájaros blancos juegan. Pide que lo ayude a bajar los cartones de su camioneta destartalada. Me cuenta que en la escuela le hicieron un “llamado de atención” porque la gente le deja cajas y bolsas llenas y eso genera mugre visual, basura, en la entrada. Una escuela privada no puede mezclarse con el cartoneo, así no es el mundo.
Gustavo odiaba a todas las profesoras de inglés, por enseñarnos la lengua y las costumbres del invasor cultural. Por eso les hablaba mal o no las saludaba por la calle. Sé que ahora bajó su nivel de exigencia y sus ganas de desaprobar. Es una persona radical, pero con la presión de la vejez fue aflojando y ahora las trata un poco mejor.
Para mis amigas Gustavo no dejó de ser desagradable, los recuerdos son fuertes. Nadie se olvida de lo que significaba un oral de filosofía, lo difícil que era la cosmovisión: una monografía de treinta páginas reflexionando sobre “Yo, Dios y el mundo”. Me saqué un 9, en ese momento era mi auge católico, pero también tuvo esa nota un amigo que llenó varias hojas afirmando la inexistencia de dios. A la mayoría los mandó a rendir en diciembre. Él quería que pensáramos, para el lado que fuera, pero que pensáramos. Nunca se dio cuenta que en las otras  materias la idea era la contraria: copiar y aprobar.
¿Por qué das clases en ese colegio? La pregunta no le molesta, sabe que con su radicalismo eso es una contradicción. Nosotros, niños y niñas de clase media-alta con todas las comodidades, y ellos, chicos y chicas que viven a diario la falta de comida. Él siempre optó por ellos, entonces, por qué nos quiere enseñar a filosofar. La primera excusa fue su economía: “sino les tendría que pedir plata a ellos y no quiero”. La segunda, que quería ser la voz discordante en el pensamiento único (y derechoso, interpreto yo) de la escuela, sobre todo entre los profesores.
Días después me escribe diciéndome que lo había hecho pensar: la parroquia del centro, la crème de la crème, le estaba quitando demasiado tiempo y sólo llegaba al barrio para comer y dormir. Yo chocha: había hecho cuestionarse a un cura. Insólito. Claro que él me había hecho pensar a mí  también.
Hace cinco años, el Padre Gustavo era el último cura con el que me quería confesar, hablar con él me daba miedo. Ahora terminó siendo quien me hizo entender el por qué de uno de los cambios más importantes de mi vida. Hace cinco años hubiera odiado a la persona en que me convertí, hoy me gusta ser yo. El proceso es duro, pero, como me dijo una de esas amigas que me estrujaron el cerebro: “después de todo, el cambio es constante y  el desafío es sobrevivir a las  transiciones”. 

1 comentario:

  1. :') me hiciste llorar. Inexplicable lo que me hiciste sentir y como describiste exactamente lo que me pasa a mi también. 10 puntos colorada! :')

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