martes, 29 de enero de 2013

A Bolivia volver



A Porfidia Quispe Escobar le dicen María, porque a nadie en el barrio le sale pronunciar su  nombre. Hace 15 años llegó al asentamiento San José, de Ensenada, con su marido y un bebé de meses. Hoy tiene 37 años y seis hijos. Viven del cartoneo, ese que no sólo junta cartones sino que lleva lavarropas rotos, frutas medio podridas y todo lo que pueda tener cobre. De vez en cuando también compran conejos, chanchos y perros para vender en el barrio.
En la década del 70, Porfidia nacía en Mina Chojlla, un pueblo minero de las yungas bolivianas. Todos los días su papá se levantaba bien temprano, cuando todavía estaba oscuro, para internarse más de doce horas debajo de la tierra, juntando minerales para los poderosos. Cuando ella amanecía para ir a la escuela, se levantaba sola, se vestía sola, desayunaba sola y salía. Su madre había muerto cuando ella tenía tres o cuatro años, no se acuerda bien. Lo único que su mente logró guardar de esa mujer fue un día que la llevó al cine y le hizo poner una campera que le quedaba chica. Cuando se acuerda, ríe e imita su propia voz y sus gestos de apretada por el abrigo. Pero al instante recuerda por qué ese es el único recuerdo lindo: sus padres no estaban borrachos aquél día. El alcohol mató a su mamá, no recuerda bien cómo, pero sabe que estando internada escondía las botellas de  alcohol etílico debajo de la almohada. 
Su padre fue lo mejor y lo peor en su niñez. Gracias a él comía, se vestía y estudiaba, pero también por culpa de él se fue de su casa para ofrecerse de limpieza cama adentro. Era un hombre pequeño, bien moreno y de ojos irritados: la vida en la mina no era (ni es) saludable para nadie. Cada vez que salía del trabajo se iba con sus compañeros a uno de los pocos bares del pueblo. Tomaban hasta que el lugar cerraba y cuando decidían irse a la casa donde Porfidia estaba durmiendo, a seguir  la borrachera. Ella se despertaba por los ruidos; los amigos de su padre la veían y querían tocarla. Su papá estaba demasiado borracho para darse cuenta y reaccionar. Ella estaba demasiado consciente.
A sus 34 años, radicada en Argentina sin documento, piensa en su pasado y llora: “Mi infancia fue una infancia triste”. Su pelo negro azabache le llega a la cintura, pero para limpiar lo lleva atado: casi nunca se lo ve en todo su esplendor. Tiene los ojos rasgados por la naturaleza y por la tristeza de una vida, como ella dice, "con muchos golpes".


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