La historia empezó cuando él quiso. Porque él quiso.
No sé qué día fue ni cómo lo habrá decidido. De lo que estoy
segura es que lo pensó. Al menos un segundo, pero lo pensó. Debe haberse dicho:
che, qué lindo va a ser esto, yo me quedo muchachos. Y los muchachos, por
supuesto, lo aceptaron. Digo por supuesto porque los albañiles me caen bien. En
las ideas, claro. Cuando los tuve que tratar me dio vergüenza, porque soy mujer
y si no fuera la hija del dueño de la casa quizás -prejuicio aparte- me
hubieran dicho vení mamita, y esas cosas.
Pero fueron ellos los que lo dejaron pasar. Y después fue mi
papá -edipo aparte- el que lo alimentó. Esas semanas, meses, tuvo la marca: el
pelo negro sucio con un pedazo de revoque duro en el cogote.
Después, cuando la casa se puso coqueta y dejó de ser una
mole de cemento para convertirse en un hogar, él también cambió. Costó baño y
alimento balanceado para que mi madre finalmente diera el sí. El nombre tenía
que ser simple. Como él. Negro.
Lo dejé de ver por mucho tiempo, porque vivo a 1200km de él.
No sé bien por qué lo quise tan rápido. El amor de mi vida, mi perra de 15
años, enterrada hacía apenas uno, seguía siendo la preferida. Para siempre.
Pero el Negro algo hizo.
Ahora acompaña a mi mamá en sus caminatas. Y le ladra al
motor del agua cuando mi papá va a revisarlo. Y tiene un amigo, el callejero
del vecino, un cusquito feo pero simpático.
Una historia que no vi, que lo hace gigante, que me hace
pensar -estar convencida en realidad- que él sabe lo que hace. Un día, dejó un
poco de comida. Digamos, la mitad de su plato. Al otro día, lo mismo. Mi papá
empezó a preocuparse. Ahora, en esta etapa de hijos que se fueron, está tan
atento a él como lo estuvo con nosotros. Pasada una semana decidió espiarlo. El Negro se hizo chiquito para entrar por la reja, su amigo
cusquito feo pasó detrás de él. Se sentaron uno al lado del otro. Cusquito al
lado del plato del Negro con la comida del Negro. Y comió, todo lo que él le había
dejado.
Después, imagino, deben haber sonreído.
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