Hoy fue el cumpleaños de mi
hermano menor. Decidí que le iba a cocinar, a tomar el rol de madre. No me levanté temprano ni le hice el desayuno, pero apenas pude saqué harina, huevos
y azúcar, los puse en la mesada y empecé. Cuando ya había pasado casi toda la
etapa culinaria, me vi lavando los platos por segunda vez en el día. En ese
momento me acordé de Victoria. Creo que pensé algo como: hace unos años esto lo
estaba haciendo ella. La recordé y la quise todavía más.
Hace un tiempo leí una crónica
sobre empleadas domésticas. Me generó algo raro entre culpa y satisfacción. Bien
raro. Victoria fue parte de mi vida casi los mismos años que la perra que más
me duró. Witty es la mascota irreemplazable. Vivió conmigo quince de los
diecisiete años que estuve en Cipolletti. Y Victoria estuvo todo ese tiempo ahí:
cocinando lo que mi mamá le había indicado, todos los lunes carne al horno con
algo, todos los martes pastas, y así.
Victoria no era una simple
cocinera. Ella fue la que me enseñó que los hombres son todos unos idiotas, que
tenía que alejarme de ellos. Me acuerdo de ella agitando las sábanas de la cama
de mis papás mientras defenestraba al género masculino. Un día, años después, le conté que me había
dicho eso y se rió. No podía creerlo. Ahora estaba bien con otro hombre.
Uno de los mediodías que yo llegaba
de la escuela toda transpirada, toqué timbre y empecé una catarata de pedos. Victoria
abrió la puerta y yo seguí hasta que se me acabaron. Cuando terminé me dijo:
ojo que está tu abuela. Nada de: “nena, cómo te vas a tirar pedos enfrente mío”,
o mínimo “qué asco”. Nada. Victoria era una de las personas que más me entendía.
En el 2006 terminé el colegio,
ella también. Tenía 40 años, tres hijos y dos nietos. Hizo el nocturno. Traía el
boletín a casa, me pedía ayuda con inglés, yo me sentaba en un banquito en la
cocina y miraba sus cuadernos. Me encantaba pasar tiempo con ella, me sentía yo
misma. Ir a los egresos de cada una fue toda una aventura. Ella se iba a sentir
incómoda en el mío, y yo en el de ella. Eso lo teníamos claro. Pero nos
importaba más cuánto nos queríamos. Yo fui sola al de ella, ella fue sola al
mío. Se puso una camisa blanca, un pantalón negro y se pintó un poco. En la
foto nos vemos radiantes. Yo no me acuerdo cómo me vestí, pero tengo la imagen
del gimnasio donde fue el acto, de la emoción que tenía, y de lo rara que me
sentía. Me llevó mi papá, pero él se fue. Ese era un momento de las dos.
Cuando cumplió 40 su marido me
invitó a la casa. Era en uno de los barrios más “peligrosos” de la ciudad. A mí
me encantaba la idea. No del peligro, sí de ir. No tenía miedo. De nuevo, me
llevó mi papá y me dejó ahí. Victoria no sabía que iba a estar ahí, yo era la sorpresa
que le había preparado su hombre. Todos eran familia, marido, hijos, nietos, y
yo. Volví contenta, me gustaba mucho el mate dulce que tomábamos juntas.
No podría definir si éramos amigas, pero seguro no era la relación de nena rica con empleada doméstica. Victoria no reemplazó a mi mamá, porque aunque el relato no diga lo mismo, mis papás fueron y son personas muy presentes. Victoria no reemplazó a mis amigas, aunque muchas veces las charlas con ellas me aburrieran bastante. Victoria no reemplazó a mis hermanos ni a mi perra, ellos son parte de mi carne.
No podría definir si éramos amigas, pero seguro no era la relación de nena rica con empleada doméstica. Victoria no reemplazó a mi mamá, porque aunque el relato no diga lo mismo, mis papás fueron y son personas muy presentes. Victoria no reemplazó a mis amigas, aunque muchas veces las charlas con ellas me aburrieran bastante. Victoria no reemplazó a mis hermanos ni a mi perra, ellos son parte de mi carne.
Victoria fue –sin saberlo, ni
ella ni yo- mi guía.
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