viernes, 24 de mayo de 2013

Todo por mi madre


A mí, María Livia, me chupa un huevo. O un ovario, lo que sea. No la conozco y sé muy poco de ella. Sé que mi mamá quiso viajar a Salta para ver qué se siente ser tocada por la mujer que habla con la Virgen. Le parece que Dios se manifiesta en ella, y eso es algo increíble. La razón por la que yo estoy acá no es la misma.
Es sábado, y subo al cerro porque estamos en un viaje de paz y amor con mi mamá, y lo religioso es parte del paquete. Estuvimos peleando durante un año porque yo ya no era una autómata suya, no hacía lo que ella quería, no me importaba lo que a ella le diera miedo. Yo quería ser yo, no la hija de.
Hace ya cuatro años que vivimos a mil doscientos kilómetros una de la otra, pero el estigma de su deber ser me seguía comprimiendo el cerebro. No me emborrachaba, no iba a lugares peligrosos, no fumaba, para no tener que mentirle. Hasta que empecé a darme cuenta que podía desprenderme del cordón umbilical y lo corté, al principio sin darme cuenta, después a propósito. Sé que le dolió a ella más que a mí.
Pero eso ya pasó. Hoy es el changüí religioso del viaje. Yo ya no soy parte activa de la Iglesia, ella sigue siendo una fanática. Me invitó a Salta para hacer las paces, el primer viaje madre e hija, sin mis hermanos, sin mi papá, sin auto, sin organización previa, sólo pasajes y alojamiento. En la semana hicimos dos excursiones de todo el día en unas combis mínimas, donde tirarse un pedo era matar a quince personas. Recorrimos los pueblos turísticos de Jujuy con cuatro rubias y una morocha salidas de la serie yanqui Amas de casa desesperadas, dos parejas cincuentonas de quejosos, algunos porteños y un par de turcas que no entendían nada y parecían estar por morir: los cuatro mil metros de altura hacían un efecto especial en extranjeros. A nosotras nos habían prestado hojas de coca, así que estábamos vivas, aunque lentas.
En esas excursiones extrañé a mi papá, al auto y a su organización. Era un viaje distinto: se trataba de estar juntas y solas. Hablamos una sola vez de lo que habíamos sufrido, de que yo quería ser independiente, que no era nada contra ella, que no había hecho todo mal como madre, que me había gustado la crianza pero ya tenía que llegar a su fin. Llorisqueamos en un restaurant, nos dimos la mano y entendimos que empezaba una nueva etapa: la de yo soy yo, y ella es ella.
Y yo, que soy yo, estoy haciendo un gran esfuerzo en mi nueva vida de hereje. Lo hago porque sé que lo que más le cuesta de mi cambio es mi aversión a todo lo católico. Pero María Livia me sigue chupando un huevo. Esta señora decía (y dice) que se le aparece la Inmaculada Madre del Divino Corazón Eucarístico de Jesús, con una desordenada e impredecible periodicidad, en su casa, en la parroquia, pero especialmente, en ese cerro. Porque ese lugar lo eligió desde los cielos y se lo dijo a ella, su instrumento elegido para la misión de evangelizar al mundo, desde la Argentina. Ese mensaje provocó ojos de huevo en varios católicos cuando el humo blanco del Vaticano vino acompañado de una graph que decía: Bergoglio Papa.
Pero eso fue cinco meses después. Ahora subo al cerro. En silencio, pienso en boludeces y leo los carteles que me retan: “Esto no es un lugar de turismo ni deporte”, “Ofrece con una oración tu ascenso”, “Este es un espacio para la oración, silencio y recogimiento”.
La fila es lenta. Somos muchos, estamos a cuatro grados de los cuarenta y son las diez de la mañana. Hace dos horas que se abrió el portón, y ya había gente esperando. El camino es angosto y vamos primero para un lado, después para el otro, un lado, el otro, un lado, el otro. Lo bueno de que vayamos lento es que no me canso tanto. Las subidas me ponen muy de malhumor, detesto el concepto de sufrir en el ejercicio, y cuando me pasa se me activa el chip de odio-al-universo-entero. Y ahora que soy hereje no me reprimo.
Los impedidos hacen cola para llegar en colectivos de línea. Colectivos que, hoy, lo único que hacen es esa subida. Por suerte este no es el momento en que prefiero ser una impedida, aunque a la vuelta voy a querer y nadie me va a llevar: voy a tener que cargar sola con mi mamá. Está bien, no es una anciana, pero juro que fue dura la bajada.
Colgados de las ramas de los árboles empiezan a aparecer algunos rosarios. Al principio son pocos, miro cada uno y, a escondidas, los capto con mi cámara. Algunos son blancos, otros de los que brillan en la oscuridad, otros de madera o alpaca. Cuando se despeja la selva que nos cubre, empezamos a ver los colectivos de larga distancia prolijamente frenados en una gran explanada principal; después me entero que hay más estacionamientos y que podríamos haber caminado menos. Son más de cincuenta y traen  gente de todo el país y del mundo, aunque por ahora sólo de países periféricos. También llegan y se van taxis y remises. El gremio sabe que los sábados hay que estar en el cerro.
Arriba, ya cerca del santuario, no se puede comer, ni usar el celular, ni tomar mate. Agua, nada más.
-          Claro, por eso se desmaya la gente. Nos hacen cagarnos de hambre y de calor.
A mi mamá no le molesta mi queja, ella se siente igual y tampoco es fanática de María Livia como para aguantarle semejante falta de respeto. Para los que no estamos rezando esto es inaguantable.
Los carteles tampoco nos dejan hablar. Hay música de misa en el aire: son los servidores, sus voces y sus guitarras punteando. Ellos son los encargados del sonido, y se distinguen con un pañuelo celeste anudado a lo boy scout. Arriba, todo es gratis: la entrada, el agua, los baños, la atención médica y la música. Y son ellos los que hacen todo.
Cuando llegamos arriba, buscamos la fila de los que quieren ser tocados por María Livia y esperamos. Los ancianos no se sientan, en realidad supongo que porque no hay sillas, pero yo no aguanto. Me tiro en el piso y odio los momentos que avanzan poco y me tengo que parar, para después volver a tirarme. Cada minuto hace más larga la fila. No nos llega a proteger una media sombra rota que se ve de lejos, donde hay otros cientos que sí se pueden sentar y no les da el sol en el medio del ojo. Algunos de nuestra fila tienen paraguas que funcionan como sombrillas a lo Mary Poppins, otros gorros o pañuelos, y los menos precavidos usan las toallas de mano como sombreros. Yo tengo mi pañuelo de abrigo en la cabeza, mi mamá no se pone nada.
Empiezo a pensar en la empanada que voy a comer cuando baje. Es de carne cortada a cuchillo y papa. Chorrea. Nadie puede imaginar que no estoy rezando: sentada en la tierra, tengo la cabeza para abajo y los ojos cerrados. Tomo agua y vuelvo a la realidad. Ni siquiera llegó María Livia y encima nos tiene que tocar a todos los que estamos acá, uno por uno. Voy a morir famélica.
La música se detiene y empieza el rezo del rosario. María Livia está rezando, pero los de la popular no la vemos. Después nos enteramos que en ese momento se aparece la Virgen, todos los sábados, en alguna parte del rosario. Aunque sólo a María Livia, claro, y viene acompañada de un par de amigos. Esta vez fueron el Papa Pío, San Antonio de Padua y otros santos que María Livia no reconoció. Cuando termina el rezo, empieza la acción.
La gente que llegó más temprano y pudo protegerse por la media sombra empieza a moverse. Los servidores sacan las sillas plásticas y los llevan al rayo del sol, donde hay carteles que indican zonas por números. Los ponen en fila india, todos mirando al mismo lado. Cuando ya hay varios preparados aparece María Livia. Alargamos el cuello para mirar, esta vez sí la vemos.
María Livia está casada, tiene tres hijos, nietos, es un ama de casa ejemplar, pero parece una monja de civil. Lleva la clásica pollera gris a tablas, zapatillas deportivas y medias blancas. El cuello de su camisa, también blanca, está levantado, y le cuelga un rosario, de nuevo blanco, de plástico. Primero pienso que parece Batistuta con el cuello así. Después entiendo: nos estamos calcinando, son las dos de la tarde en un cerro de la provincia argentina más cercana al Ecuador. Se está protegiendo para no terminar quemada.
Un servidor la sostiene del brazo. Es un chico de veinti muchos y lleva el pañuelo celeste que los distingue. Una chica, con cara de protagonista de una novela de Cris Morena, filma los movimientos de la mujer y dice “no” con la cabeza cuando ve gente que saca fotos.
Los toca uno por uno. Después de la oración de intercesión -así se llama el momento que posa su mano sobre el hombro del peregrino- algunos se quedan parados y esperan que un servidor les indique por dónde salir. Otros sólo caen al suelo. El llanto de los que caen es espasmódico: la panza y el cuerpo se les mueven como si la angustia los poseyera. La primera mujer que veo haciendo esos movimientos me hace llorar. Dejo de mirarla, aunque mis ojos vuelven solos. Son el morbo y mi sensibilidad luchando mano a mano.
Una fila paralela de servidores se arma atrás de los que van a ser tocados. Son sólo diez y tienen que seguir el ritmo de María Livia. Esperan algún desmayado, lo apoyan con dulzura rápida en el piso, y corren al principio de la fila, a auxiliar a los que siguen. Ningún cuerpo se les cae, parecen cronometrados.
Todo eso lo vemos desde nuestra fila estática. Cuando por fin avanzamos y nos ponemos felices, nos pasan a los asientos de cemento donde estaban los recién intercedidos. Vamos a estar un rato más así, a la espera. Cada tanto me vuelve la imagen de la empanada, pero la intento sacar de mi mente porque no quiero que se me active el chip del odio.
Una hora después estamos paradas y ubicadas, a punto de ser intercedidas. La vemos venir.  Quiero desmayarme yo, para ver qué se siente. No quiero que se caiga mi mamá, me hace mal verla llorar, y mucho peor imagino que me hará verla tirada, casi convulsionando. Pero pasa. María Livia me toca, no siento nada. María Livia toca a mi mamá, ella se cae: su cara empieza a enrojecer, por suerte con los ojos cerrados, y llora. Me quedo mirándola, pero no despierta. Los sobrevivientes se van, caminando, a la salida. Yo tengo que hacer lo mismo. Me pongo a un costado, tengo miedo de perder a mi mamá.
Cuando por fin la encuentro, no me habla. Quiero irme. Me pide, con señas, ir al santuario. Otra fila. El santuario parece una capilla de gnomos, aunque estoy acostumbrada a estas dimensiones. El movimiento católico en que me criaron también tiene santuarios y también son para gnomos. Pero en los que conozco la imagen de la Virgen no es una estatua. Acá sí. Parece una nena de catorce años, tiene vestido y velo blancos que irradian una luz, de nuevo, blanca. Es una estatua muy vívida. Miro fijo sus ojos celestes y siento que me observa. Sonrío por dentro, y la estatua sonríe. No me asusto, estoy acostumbrada al pedo místico. De adolescente vivía borracha de religión: muchas veces pensé la posibilidad de convertirme en monja. A su izquierda, arriba, hay un corazón con la inscripción “JHS” rodeado por una estrella de seis puntas. Es el Sacratísimo Corazón Eucarístico de Jesús. Ellos dos, el corazón y la inmaculada, son los que, según María Livia, le hablan desde el año 1990, cuando ella todavía era una simple ama de casa de clase media que iba a misa todos los días, rezaba el rosario diario, comulgaba y se confesaba cada mes.
Adentro del santuario la gente deja fotos y cartas. Del árbol que está en la entrada cuelgan más de mil rosarios, muchos con papeles pegados con intenciones, pedidos o agradecimientos escritos. Nunca había visto un árbol así. Pienso si lo limpiarán cada tanto, y cómo aguantan sus ramas esa cantidad de peso. Mi mamá se saca su rosario de alpaca y me lo da.
-          ¿Lo colgás, Pichonina?
No me molesta. En otro momento de nuestras vidas la hubiera odiado. Pero todo lo que pasa me parece interesante, y también participar y ver qué siento ahora que soy hereje. Y de nuevo, como con María Livia, no siento nada.
Son las cinco de la tarde, y a las seis hay misa en el santuario de abajo. No, tampoco para tanto. Por suerte, mi mamá no me insiste.  Estoy cansada, tengo hambre, me quiero ir a tirar a la cama del hotel, bañarme y comer la empanada salteña que sigue en mi mente.
Suficiente religión por hoy.

  

miércoles, 22 de mayo de 2013

Una nota sustentable


Coni es de San Martín de los Andes, se preocupa por el medio ambiente, hace tarjetas de presentación con material reciclable y dice cada tres palabras alguna de éstas: tipo, digo, digamos, o sea. Julia tiene que ir a entrevistarla para una revista verde, donde los temas son plantas, huertas, reciclaje, basura, plantas y más plantas. Julia no es sustentable, no sabe qué son las ecocards ni las B  Corporations. Pero para hablar con Coni tuvo que informarse.
Ya en la charla, Julia trata de concentrarse pero no puede evitar la distracción cuando Coni dice palabras en inglés. Lo hace cada dos oraciones, y pronuncia “Saladix” con acento en la primera “a”: Sáladix. Coni además le explica a Julia que las B Corp son alternativas a las A Corp, que vendrían a ser las comunes. Las B tiene responsabilidad social empresaria y son sustentables, o sea, se preocupan por el medio ambiente. Las A, no.
—¿Y ustedes son…?
—No, todavía no somos nada. Pero en julio o agosto vamos a empezar a tener ventas.

El proyecto de empresa sustentable de Coni consiste en hacer tarjetas personales del tipo: Constanza Hallibur, Contadora. Lo verde, lo innovador, es que las tarjetas son de cartón. Cartón que va a dos talleres protegidos de San Martín de los Andes donde los drogadictos en recuperación y los discapacitados los cortan y sellan. Así, las tarjetas personales tienen, en la parte de atrás, un pedazo de sobre de té Green Hills o de caja de comida de avión.
—Yo viajo cada tres meses a Capital y les pido a las azafatas de LAN que me guarden las cajitas porque son ideales para esto.

Coni está vestida en composé: todo es celeste o blanco, hasta sus ojos le combinan. Lleva unas botas de montar y una boina color tiza. Ya vendió tarjetas en Europa, Brasil y Mendoza. Así lo dice. Julia pone cara de “qué extraña enumeración” y Coni aclara:
—Tengo tres amigas viviendo en esos lugares.

Antes de terminar, Julia le pide el contacto de los chicos que trabajan en los talleres protegidos.
—¿Y esto cuándo va a salir? –pregunta Coni.
—Seguro en el número de julio.
—Ah, bueno, entonces te lo paso el diez de julio.
Julia no sabe si Coni entendió el pedido demasiado bien o demasiado mal. Por lo pronto, toma su lapicera y su agenda. Julia no sabe qué va a hacer al día siguiente, pero sí tiene un plan para el diez de julio: va a esperar que Coni le pase el contacto.  

* Este texto responde a una consigna dada en el marco del Máster de Crónica de la revista Orsai.

lunes, 20 de mayo de 2013

Hoy crecí


Salgo de mi casa y voy a un solo lugar: la AFIP. Agarro mi bicicleta, me pongo los auriculares y pedaleo: cumbia nena, esto es Amar Azul. Muevo rápido la cabeza y el cuerpo de un lado al otro. Llego contenta, saco número y me siento. Espero, muevo la pierna, me como las uñas y me vuelvo a parar. Le pregunto al hombre si me falta algún papel y me dice que sí. Me explica algo de una partida de nacimiento, le digo bueno, bueno, y salgo. Llamo a mi papá y lloro cuando me dice que ese papel lo tiene él allá: a mil doscientos kilómetros de distancia. Corto y vuelvo a entrar. Le pido al hombre que me anote lo que necesito. Me da una dirección a dieciséis cuadras. Me parece cerca, desato mi bicicleta y pedaleo. Cu-li-suel-tas dónde están las culisueltas que quieren matraca, las manos bien arriba que acá llega el traka traka. Esta vez ya no me muevo tanto, hay tránsito pero necesito energía positiva. Llego al Registro Civil, ato la bici y entro. Me atienden rápido, hay poca gente. Necesito un certificado de domicilio. Le doy mi documento, lo anota, me da un papel y me manda a pagar. Llego al Bapro, hago cola. Alguien dice que si sos del Registro podés pasar primero, entonces me apuro, pago cinco pesos -increíble, pensé que iba a ser más caro- y salgo trotando. Son sólo cincuenta metros, pero se está haciendo mediodía y yo ya tengo olor a ropa usada muchas veces sin desodorante. Desato la bici y me llama mi mamá. Sí, ma, todo bien, estoy terminando lo de la AFIP, voy a subirme a la bici, te llamo cuando esté haciendo la otra cola.
Esta vez no me pongo los auriculares. Al mediodía salen los pendejos de las escuelas y sus padres manejan mal y estacionan en doble fila. Los pelos de la nuca se me humedecen. Tengo calor. Falta una cuadra, miro para atrás porque quiero doblar, giro la cabeza hacia adelante y veo una puerta y no alcanzo a frenar: me doy de lleno la pera contra la punta superior y caigo al medio de la calle. “Disculpame, no te vi, ¿estás bien?”. Un hombre de traje me habla, pero yo me quiero ir y terminar el maldito trámite. Empiezo a sentir la cara hinchada. La próxima mire cuando abre la puerta, le digo.
Agarro la bici y me voy, llorando, de nuevo a la AFIP, a sacarme la foto más fea de la historia.

* Este texto responde a una consigna dada en el marco del Máster de Crónica de la revista Orsai.

viernes, 10 de mayo de 2013

Nos deja por una hamburguesa


Pablo acaba de llegar. Antes de sentarse, el celular ya le sonó de tres maneras distintas. Julieta y yo lo miramos, él mira el aparato. Es su novia, como siempre. Le habla por whatsapp, por Facebook, por mensaje. Lo llama.
—Bueno, pero yo ahora no puedo, recién llego acá.
—…
—En lo de las chicas.
Apenas termina de decirlo aleja el teléfono. Se escucha una voz femenina que grita:
—PERO YO ESTOY MAL, NECESITO HABLAR CON VOS.
Se llama Carla, pero le decimos -sin que ella se entere- Hamburguesa. Es porque trabaja con él en Mc Donald´s. El tema es que Hamburguesa no entiende que, para nosotras, su novio es asexuado. Si supiera que una vez soñé con él y sus genitales eran los de un Ken, se quedaría más tranquila. O no.
—Pasa que cortamos –dice Pablo.  
—Ah, bueno, entonces es otra cosa. ¿Por qué cortaron?
—Porque me llamó Sharon el otro día para decirme que se le había muerto otro amigo en Guatemala. -Sharon: la ex-.  
—No, ¡qué mala leche tiene esa mina!
—Y bueno, yo fui, me dio cosa. Me quedé hasta las diez de la noche.
—Ah, por eso está así.
—Sí, pero me cagó a patadas. 
Pablo se señala el meñique, tiene un tajo y sangre seca. También se señala el brazo, tiene un rasguñón. Siguen los sonidos en su celular. Cada vez que atiende, termina ella cortando y volviendo a llamar. Mientras escribe sus últimos mensajes, le damos el discurso de siempre:
—Esto es tu culpa porque vos no le ponés un límite, si la mina te dice que vayas a las tres de la mañana vos vas y tiene que entender que no es así, que si estás con tus amigas estás con tus amigas y punto. Pero vos le seguís contestando.
Esa es Julieta. Yo pienso que algún día debería decirle que está estudiando con un compañero, para ver si reacciona igual.
Igual ahora está todo más tranquilo. Pablo se olvidó el cargador y la batería del teléfono se termina.
—Es lo mejor que pudo hacer la tecnología por vos -esa soy yo.
—Me tiene harto, pero me siento culpable de dejarla así.
—Pero ella te cortó, que se la banque -de nuevo yo.
—Si te hace sentir mejor, andá. Porque para estar así es lo mismo que no estés -esa no soy yo.

Sí, se va a ir. Los gritos lograron su cometido, y Pablo, una vez más, nos abandona por una mina.
—Vos asegurate que yo no sea así de loca cuando tenga novio, por favor –esa es Julieta. Yo le pido lo mismo.



* Este texto responde a una consigna dada en el marco del Máster de Crónica de la revista Orsai.