A mí, María Livia, me chupa un huevo. O un ovario, lo que sea. No la conozco
y sé muy poco de ella. Sé que mi mamá quiso viajar a Salta para ver qué se
siente ser tocada por la mujer que habla con la Virgen. Le parece que Dios se
manifiesta en ella, y eso es algo increíble. La razón por la que yo estoy acá
no es la misma.
Es sábado, y subo al cerro porque estamos en un viaje de paz y amor con mi
mamá, y lo religioso es parte del paquete. Estuvimos peleando durante un año
porque yo ya no era una autómata suya, no hacía lo que ella quería, no me
importaba lo que a ella le diera miedo. Yo quería ser yo, no la hija de.
Hace ya cuatro años que vivimos a mil doscientos kilómetros una de la otra,
pero el estigma de su deber ser me seguía comprimiendo el cerebro. No me
emborrachaba, no iba a lugares peligrosos, no fumaba, para no tener que
mentirle. Hasta que empecé a darme cuenta que podía desprenderme del cordón
umbilical y lo corté, al principio sin darme cuenta, después a propósito. Sé
que le dolió a ella más que a mí.
Pero eso ya pasó. Hoy es el changüí religioso del viaje. Yo ya no soy parte
activa de la Iglesia, ella sigue siendo una fanática. Me invitó a Salta para
hacer las paces, el primer viaje madre e hija, sin mis hermanos, sin mi papá, sin
auto, sin organización previa, sólo pasajes y alojamiento. En la semana hicimos
dos excursiones de todo el día en unas combis mínimas, donde tirarse un pedo
era matar a quince personas. Recorrimos los pueblos turísticos de Jujuy con
cuatro rubias y una morocha salidas de la serie yanqui Amas de casa
desesperadas, dos parejas cincuentonas de quejosos, algunos porteños y un par
de turcas que no entendían nada y parecían estar por morir: los cuatro mil
metros de altura hacían un efecto especial en extranjeros. A nosotras nos
habían prestado hojas de coca, así que estábamos vivas, aunque lentas.
En esas excursiones extrañé a mi papá, al auto y a su organización. Era un
viaje distinto: se trataba de estar juntas y solas. Hablamos una sola vez de lo
que habíamos sufrido, de que yo quería ser independiente, que no era nada
contra ella, que no había hecho todo mal como madre, que me había gustado la
crianza pero ya tenía que llegar a su fin. Llorisqueamos en un restaurant, nos
dimos la mano y entendimos que empezaba una nueva etapa: la de yo soy yo, y
ella es ella.
Y yo, que soy yo, estoy haciendo un gran esfuerzo en mi nueva vida de
hereje. Lo hago porque sé que lo que más le cuesta de mi cambio es mi aversión
a todo lo católico. Pero María Livia me sigue chupando un huevo. Esta señora
decía (y dice) que se le aparece la Inmaculada Madre del Divino Corazón
Eucarístico de Jesús, con una desordenada e impredecible periodicidad, en su
casa, en la parroquia, pero especialmente, en ese cerro. Porque ese lugar lo
eligió desde los cielos y se lo dijo a ella, su instrumento elegido para la
misión de evangelizar al mundo, desde la Argentina. Ese mensaje provocó ojos de
huevo en varios católicos cuando el humo blanco del Vaticano vino acompañado de
una graph que decía: Bergoglio Papa.
Pero eso fue cinco meses después. Ahora subo al cerro. En silencio, pienso
en boludeces y leo los carteles que me retan: “Esto no es un lugar de turismo
ni deporte”, “Ofrece con una oración tu ascenso”, “Este es un espacio para la
oración, silencio y recogimiento”.
La fila es lenta. Somos muchos, estamos a cuatro grados de los cuarenta y
son las diez de la mañana. Hace dos horas que se abrió el portón, y ya había
gente esperando. El camino es angosto y vamos primero para un lado, después para
el otro, un lado, el otro, un lado, el otro. Lo bueno de que vayamos lento es
que no me canso tanto. Las subidas me ponen muy de malhumor, detesto el
concepto de sufrir en el ejercicio, y cuando me pasa se me activa el chip de
odio-al-universo-entero. Y ahora que soy hereje no me reprimo.
Los impedidos hacen cola para llegar en colectivos de línea. Colectivos
que, hoy, lo único que hacen es esa subida. Por suerte este no es el momento en
que prefiero ser una impedida, aunque a la vuelta voy a querer y nadie me va a
llevar: voy a tener que cargar sola con mi mamá. Está bien, no es una anciana,
pero juro que fue dura la bajada.
Colgados de las ramas de los árboles empiezan a aparecer algunos rosarios.
Al principio son pocos, miro cada uno y, a escondidas, los capto con mi cámara.
Algunos son blancos, otros de los que brillan en la oscuridad, otros de madera
o alpaca. Cuando se despeja la selva que nos cubre, empezamos a ver los
colectivos de larga distancia prolijamente frenados en una gran explanada
principal; después me entero que hay más estacionamientos y que podríamos haber
caminado menos. Son más de cincuenta y traen
gente de todo el país y del mundo, aunque por ahora sólo de países
periféricos. También llegan y se van taxis y remises. El gremio sabe que los
sábados hay que estar en el cerro.
Arriba, ya cerca del santuario, no se puede comer, ni usar el celular, ni
tomar mate. Agua, nada más.
-
Claro,
por eso se desmaya la gente. Nos hacen cagarnos de hambre y de calor.
A mi mamá no le molesta mi queja, ella se siente igual y tampoco es
fanática de María Livia como para aguantarle semejante falta de respeto. Para
los que no estamos rezando esto es inaguantable.
Los carteles tampoco nos dejan hablar. Hay música de misa en el aire: son
los servidores, sus voces y sus guitarras punteando. Ellos son los encargados
del sonido, y se distinguen con un pañuelo celeste anudado a lo boy scout.
Arriba, todo es gratis: la entrada, el agua, los baños, la atención médica y la
música. Y son ellos los que hacen todo.
Cuando llegamos arriba, buscamos la fila de los que quieren ser tocados por
María Livia y esperamos. Los ancianos no se sientan, en realidad supongo que
porque no hay sillas, pero yo no aguanto. Me tiro en el piso y odio los
momentos que avanzan poco y me tengo que parar, para después volver a tirarme. Cada
minuto hace más larga la fila. No nos llega a proteger una media sombra rota
que se ve de lejos, donde hay otros cientos que sí se pueden sentar y no les da
el sol en el medio del ojo. Algunos de nuestra fila tienen paraguas que
funcionan como sombrillas a lo Mary Poppins, otros gorros o pañuelos, y los
menos precavidos usan las toallas de mano como sombreros. Yo tengo mi pañuelo
de abrigo en la cabeza, mi mamá no se pone nada.
Empiezo a pensar en la empanada que voy a comer cuando baje. Es de carne
cortada a cuchillo y papa. Chorrea. Nadie puede imaginar que no estoy rezando:
sentada en la tierra, tengo la cabeza para abajo y los ojos cerrados. Tomo agua
y vuelvo a la realidad. Ni siquiera llegó María Livia y encima nos tiene que
tocar a todos los que estamos acá, uno por uno. Voy a morir famélica.
La música se detiene y empieza el rezo del rosario. María Livia está
rezando, pero los de la popular no la vemos. Después nos enteramos que en ese
momento se aparece la Virgen, todos los sábados, en alguna parte del rosario.
Aunque sólo a María Livia, claro, y viene acompañada de un par de amigos. Esta
vez fueron el Papa Pío, San Antonio de Padua y otros santos que María Livia no
reconoció. Cuando termina el rezo, empieza la acción.
La gente que llegó más temprano y pudo protegerse por la media sombra
empieza a moverse. Los servidores sacan las sillas plásticas y los llevan al
rayo del sol, donde hay carteles que indican zonas por números. Los ponen en
fila india, todos mirando al mismo lado. Cuando ya hay varios preparados
aparece María Livia. Alargamos el cuello para mirar, esta vez sí la vemos.
María Livia está casada, tiene tres hijos, nietos, es un ama de casa
ejemplar, pero parece una monja de civil. Lleva la clásica pollera gris a
tablas, zapatillas deportivas y medias blancas. El cuello de su camisa, también
blanca, está levantado, y le cuelga un rosario, de nuevo blanco, de plástico.
Primero pienso que parece Batistuta con el cuello así. Después entiendo: nos
estamos calcinando, son las dos de la tarde en un cerro de la provincia argentina
más cercana al Ecuador. Se está protegiendo para no terminar quemada.
Un servidor la sostiene del brazo. Es un chico de veinti muchos y lleva el
pañuelo celeste que los distingue. Una chica, con cara de protagonista de una
novela de Cris Morena, filma los movimientos de la mujer y dice “no” con la
cabeza cuando ve gente que saca fotos.
Los toca uno por uno. Después de la oración de intercesión -así se llama el
momento que posa su mano sobre el hombro del peregrino- algunos se quedan
parados y esperan que un servidor les indique por dónde salir. Otros sólo caen
al suelo. El llanto de los que caen es espasmódico: la panza y el cuerpo se les
mueven como si la angustia los poseyera. La primera mujer que veo haciendo esos
movimientos me hace llorar. Dejo de mirarla, aunque mis ojos vuelven solos. Son
el morbo y mi sensibilidad luchando mano a mano.
Una fila paralela de servidores se arma atrás de los que van a ser tocados.
Son sólo diez y tienen que seguir el ritmo de María Livia. Esperan algún
desmayado, lo apoyan con dulzura rápida en el piso, y corren al principio de la
fila, a auxiliar a los que siguen. Ningún cuerpo se les cae, parecen
cronometrados.
Todo eso lo vemos desde nuestra fila estática. Cuando por fin avanzamos y nos
ponemos felices, nos pasan a los asientos de cemento donde estaban los recién
intercedidos. Vamos a estar un rato más así, a la espera. Cada tanto me vuelve
la imagen de la empanada, pero la intento sacar de mi mente porque no quiero
que se me active el chip del odio.
Una hora después estamos paradas y ubicadas, a punto de ser intercedidas.
La vemos venir. Quiero desmayarme yo,
para ver qué se siente. No quiero que se caiga mi mamá, me hace mal verla
llorar, y mucho peor imagino que me hará verla tirada, casi convulsionando.
Pero pasa. María Livia me toca, no siento nada. María Livia toca a mi mamá, ella
se cae: su cara empieza a enrojecer, por suerte con los ojos cerrados, y llora.
Me quedo mirándola, pero no despierta. Los sobrevivientes se van, caminando, a
la salida. Yo tengo que hacer lo mismo. Me pongo a un costado, tengo miedo de
perder a mi mamá.
Cuando por fin la encuentro, no me habla. Quiero irme. Me pide, con señas, ir
al santuario. Otra fila. El santuario parece una capilla de gnomos, aunque
estoy acostumbrada a estas dimensiones. El movimiento católico en que me
criaron también tiene santuarios y también son para gnomos. Pero en los que
conozco la imagen de la Virgen no es una estatua. Acá sí. Parece una nena de
catorce años, tiene vestido y velo blancos que irradian una luz, de nuevo,
blanca. Es una estatua muy vívida. Miro fijo sus ojos celestes y siento que me
observa. Sonrío por dentro, y la estatua sonríe. No me asusto, estoy
acostumbrada al pedo místico. De adolescente vivía borracha de religión: muchas
veces pensé la posibilidad de convertirme en monja. A su izquierda, arriba, hay
un corazón con la inscripción “JHS” rodeado por una estrella de seis puntas. Es
el Sacratísimo Corazón Eucarístico de Jesús. Ellos dos, el corazón y la inmaculada,
son los que, según María Livia, le hablan desde el año 1990, cuando ella
todavía era una simple ama de casa de clase media que iba a misa todos los
días, rezaba el rosario diario, comulgaba y se confesaba cada mes.
Adentro del santuario la gente deja fotos y cartas. Del árbol que está en
la entrada cuelgan más de mil rosarios, muchos con papeles pegados con
intenciones, pedidos o agradecimientos escritos. Nunca había visto un árbol
así. Pienso si lo limpiarán cada tanto, y cómo aguantan sus ramas esa cantidad
de peso. Mi mamá se saca su rosario de alpaca y me lo da.
-
¿Lo
colgás, Pichonina?
No me molesta. En otro momento de nuestras vidas la hubiera odiado. Pero todo
lo que pasa me parece interesante, y también participar y ver qué siento ahora
que soy hereje. Y de nuevo, como con María Livia, no siento nada.
Son las cinco de la tarde, y a las seis hay misa en el santuario de abajo.
No, tampoco para tanto. Por suerte, mi mamá no me insiste. Estoy cansada, tengo hambre, me quiero ir a
tirar a la cama del hotel, bañarme y comer la empanada salteña que sigue en mi
mente.
Suficiente religión por hoy.