miércoles, 30 de enero de 2013

Mi Titanic


Hoy revisé una de mis cajas de recuerdos. Tengo 3, son grandes, con tapa de oso panda y mi mamá las quiere tirar. Ahora que se mudó parece que juntan mugre. Buscando algún escrito mío encontré un plato dorado que dice: “Mérito literario. Rosario Marina. Orientación Deportiva. 2000”. Esto puede tener dos interpretaciones posibles: era una gordita que no podía meter ni una pelota en el aro o era una intelectual avanzada. Me inclino por la primera. Miro los videos y veo que mucho más que picar la pelota no podía.
Me acuerdo también que gané una taza por escribir un cuento: me la dieron en el desayuno sorpresa en la escuela con la directora. Nada ñoña, no. Después pretendía que la profesora de gimnasia me pusiera en el equipo de vóley. Ilusa. En mi diario íntimo del 2004, en cada fecha de examen ponía cómo creía que me había ido. Estas son algunas de las referencias: me fue para la raja, re larga, hice absolutamente cualquier cosa, me fue maso. Después las notas entre paréntesis no bajaban del 7.
Me gustaban dos chicos: uno que no me conocía y el otro que creía que iba a la casa a ver sus peces porque éramos amigos y disfrutaba de su compañía. El problema más angustiante a los 15 era que no sabía cuál de los dos me gustaba más. Pero para amor tenía las historias de mis amigas. Anotaba cuándo se enganchaban y cumplían meses; el día que mi amiga, torta ahora, besó por primera vez a su novio yo lo agendé.
Seguí leyendo, desesperada por encontrar algo que me salvara, y encontré mi hundimiento. El 5 de junio escribí: “Fui al grupo, re cool: vimos los 10 mandamientos”. Los 10 mandamientos, cool: listo.

martes, 29 de enero de 2013

Mi padre


El día de su cumpleaños lo empecé cortándole el teléfono. Mi rington de despertador es el mismo que el de llamadas, lo había puesto así yo misma hacía un par de días. Me di cuenta que le había cortado pero no me quedó otra que quedarme dando vueltas en la cama: así me lo enseñó mi madre, con su ejemplo.
Unos minutos después, varios, me senté, con las piernas colgando, y miré el lío de mi habitación. “Me baño y ordeno”, pensé. Era domingo, no podía salir todo tan perfecto, así que casi sin decisión prendí la computadora y abrí mi red social. Quería ver fotos del día anterior. “Ayer  fue  17 y, ah, tengo que anotar el día que me indispuse porque después me olvido, era el 12; hoy es 18 entonces, ¡HOY ES 18!”
Agarré el teléfono, busqué el contacto “Pa” y apreté uno de los botones transparentes: del teclado de mi Nokia 1100 ya ha desaparecido todo color.  
¡¡Feliz cumple, gordito!!
Con voz de dormida me dice feliz cumple – le comenta mi padre a su mujer, que gracias a la paciencia mutua, es mi madre.
Eran las once de la mañana del día más inútil de los siete. Sí, es normal levantarse a esa hora ese día, pero para ellos siempre cuánto más temprano mejor, sobre todo para él, que no tiene problemas para levantarse: suena la alarma y al segundo ya está parado poniéndose las pantuflas.
Hablamos un rato mientras mi madre le cebaba algunos mates lavados. Los escuché reírse y eso me relajó: saber que iba a pasar su cumpleaños sin hijos me había entristecido hacía un instante, pero sentir ese bienestar me calmó; además nosotros no estamos hace tres años ya, se tiene que haber acostumbrado. Los cambios son duros,  pero es innegable que los prefiero, y sé que él también.
Me puse a limpiar, prendí un sahumerio en mi habitación y me senté a leer en el balcón: había dejado una crónica de Juan Villoro a la mitad. La disfruté. Después me cayó la ficha: era sobre un padre y el exilio, y la escribía su hijo. Hablaba de cómo había tomado una nación como propia para sobrellevar la distancia. Yo no sé qué habrá hecho mi padre para soportar la nuestra, él no es mucho de expresar sus sentimientos, siempre quiere mostrar que todo es simple, que con esfuerzo y convicción las cosas salen, pero yo creo que le debe haber costado. También nuestros cambios lo desestructuraron, aunque de eso estoy orgullosa, demuestra que no es tan duro como cree. La crónica, el sahumerio y el aire fresco me hicieron sentirlo cerca.
Cumplió 52, no es un número especial ni un momento tan distinto de otros años, pero él cada día sorprende, cada día ama, cada día protege, cada día es “mi godito”, como adoro nombrarlo, en homenaje a su panza de gelatina.
Pido a mi compañera de tesis que edite lo que escribí. No se me ocurre cómo terminarlo.
 - No puedo ponerle algo emotivo porque sería otro género – le digo, mientras ella mira la computadora.
 - ¿Otro género? ¡Es tu fuckin padre!

No es noticia

¿No es noticia que ellos se mueran de hambre?
¿No es noticia que no tengan ropa para ponerse?
¿No es noticia el ausentismo en las escuelas públicas primarias?
¿No es noticia el esfuerzo que hacen los padres que cartonean para que su hijo tenga un poco de pan en la mesa?
¿No es noticia que hace más de 6 meses que en Chaco les prometan luz y no pasa nada?
¿No es noticia que las vinchucas sigan reproduciéndose y atacando a los mocovís?
¿No es noticia que Brian sea abanderado y nadie lo vaya a ver porque vive en un hogar y su madre es esquizofrénica?
¿No es noticia que haya maestras que piensan que sus alumnos son como monitos de zoológico que hay que civilizar?

No, noticia es sólo la inseguridad que acecha a los ricos.

Alarma(dos)

Golpean la puerta, mi mamá tararea. Vuelven a golpear, ella vuelve a tararear. Yo hago pis con la puerta abierta.
- Le quería avisar que venimos a trabajar.
Era hora, pienso.
- Pasen por ahí al costado.
Son los de la alarma: dos chicos de remera azul y pantalones largos. Son las 4 de la tarde y los 35 grados pesan. Tendrían que haber venido antes de Navidad, antes de que otros vieran la oportunidad, saltaran la reja y rompieran un vidrio. Pero vinieron hoy: 19 días después del fin del mundo. Tarde.

A Bolivia volver



A Porfidia Quispe Escobar le dicen María, porque a nadie en el barrio le sale pronunciar su  nombre. Hace 15 años llegó al asentamiento San José, de Ensenada, con su marido y un bebé de meses. Hoy tiene 37 años y seis hijos. Viven del cartoneo, ese que no sólo junta cartones sino que lleva lavarropas rotos, frutas medio podridas y todo lo que pueda tener cobre. De vez en cuando también compran conejos, chanchos y perros para vender en el barrio.
En la década del 70, Porfidia nacía en Mina Chojlla, un pueblo minero de las yungas bolivianas. Todos los días su papá se levantaba bien temprano, cuando todavía estaba oscuro, para internarse más de doce horas debajo de la tierra, juntando minerales para los poderosos. Cuando ella amanecía para ir a la escuela, se levantaba sola, se vestía sola, desayunaba sola y salía. Su madre había muerto cuando ella tenía tres o cuatro años, no se acuerda bien. Lo único que su mente logró guardar de esa mujer fue un día que la llevó al cine y le hizo poner una campera que le quedaba chica. Cuando se acuerda, ríe e imita su propia voz y sus gestos de apretada por el abrigo. Pero al instante recuerda por qué ese es el único recuerdo lindo: sus padres no estaban borrachos aquél día. El alcohol mató a su mamá, no recuerda bien cómo, pero sabe que estando internada escondía las botellas de  alcohol etílico debajo de la almohada. 
Su padre fue lo mejor y lo peor en su niñez. Gracias a él comía, se vestía y estudiaba, pero también por culpa de él se fue de su casa para ofrecerse de limpieza cama adentro. Era un hombre pequeño, bien moreno y de ojos irritados: la vida en la mina no era (ni es) saludable para nadie. Cada vez que salía del trabajo se iba con sus compañeros a uno de los pocos bares del pueblo. Tomaban hasta que el lugar cerraba y cuando decidían irse a la casa donde Porfidia estaba durmiendo, a seguir  la borrachera. Ella se despertaba por los ruidos; los amigos de su padre la veían y querían tocarla. Su papá estaba demasiado borracho para darse cuenta y reaccionar. Ella estaba demasiado consciente.
A sus 34 años, radicada en Argentina sin documento, piensa en su pasado y llora: “Mi infancia fue una infancia triste”. Su pelo negro azabache le llega a la cintura, pero para limpiar lo lleva atado: casi nunca se lo ve en todo su esplendor. Tiene los ojos rasgados por la naturaleza y por la tristeza de una vida, como ella dice, "con muchos golpes".


¿Por qué?


Quiero crear un blog que me ayude a escribir. No es que piense que pueda convertirse en un profesor, pero sí en el empujón que necesito para salir de la cama, hacerme un té y sentarme a contar historias. Hay muchas  que nadie escribió, que me pasaron o les pasaron a otros, amigos, o amigos de mis amigos, y las quiero contar. Soy hija del rigor, o así aprendí a definir mi vagancia. Por eso hago esto.