lunes, 30 de diciembre de 2013

El Negro

La historia empezó cuando él quiso. Porque él quiso.
No sé qué día fue ni cómo lo habrá decidido. De lo que estoy segura es que lo pensó. Al menos un segundo, pero lo pensó. Debe haberse dicho: che, qué lindo va a ser esto, yo me quedo muchachos. Y los muchachos, por supuesto, lo aceptaron. Digo por supuesto porque los albañiles me caen bien. En las ideas, claro. Cuando los tuve que tratar me dio vergüenza, porque soy mujer y si no fuera la hija del dueño de la casa quizás -prejuicio aparte- me hubieran dicho vení mamita, y esas cosas.
Pero fueron ellos los que lo dejaron pasar. Y después fue mi papá -edipo aparte- el que lo alimentó. Esas semanas, meses, tuvo la marca: el pelo negro sucio con un pedazo de revoque duro en el cogote.
Después, cuando la casa se puso coqueta y dejó de ser una mole de cemento para convertirse en un hogar, él también cambió. Costó baño y alimento balanceado para que mi madre finalmente diera el sí. El nombre tenía que ser simple. Como él. Negro.
Lo dejé de ver por mucho tiempo, porque vivo a 1200km de él. No sé bien por qué lo quise tan rápido. El amor de mi vida, mi perra de 15 años, enterrada hacía apenas uno, seguía siendo la preferida. Para siempre. Pero el Negro algo hizo.
Ahora acompaña a mi mamá en sus caminatas. Y le ladra al motor del agua cuando mi papá va a revisarlo. Y tiene un amigo, el callejero del vecino, un cusquito feo pero simpático.

Una historia que no vi, que lo hace gigante, que me hace pensar -estar convencida en realidad- que él sabe lo que hace. Un día, dejó un poco de comida. Digamos, la mitad de su plato. Al otro día, lo mismo. Mi papá empezó a preocuparse. Ahora, en esta etapa de hijos que se fueron, está tan atento a él como lo estuvo con nosotros. Pasada una semana decidió espiarlo. El Negro se hizo chiquito para entrar por la reja, su amigo cusquito feo pasó detrás de él. Se sentaron uno al lado del otro. Cusquito al lado del plato del Negro con la comida del Negro. Y comió, todo lo que él le había dejado. 
Después, imagino, deben haber sonreído.

lunes, 26 de agosto de 2013

Historias máximas I

El primer día que fui a buscarte un nene me dijo que tenías problemas de corazón. Que no podías correr ni comer con sal. Tenías 8 años.
Después tus papás se separaron, porque tu mamá se enamoró de su cuñado, tu tío. Así que tus primas pasaron a ser tus hermanastras. Y contra todos los pronósticos, tu papá se hizo cargo -bastante bien- de tus dos hermanas y de vos.
Te dejé de ver por un tiempo, porque los fines de semana te tocaba ir a visitar a tu mamá, quien, por supuesto, se había ido del barrio. Ahora volviste. Y ya no sos chiquita. Sabés leer, sabés escribir. Hoy, como esas primeras veces, me senté con vos e hicimos tarea. Corregimos "avia" por "había", le pusimos los acentos a las palabras.
Hoy, como siempre -como cada vez que te cruzaba en estos cuatro años y medio- me sonreís cuando grito tu nombre, venís a darme un beso y te sentás a esperar tarea.
Esa sos vos, el oasis en el desierto, una forma adulta de aguantar el huracán.


sábado, 17 de agosto de 2013

Los Helfeinstein de la villa

Hay momentos en que no entiendo a la gente que escribe ficción, momentos como hoy, cuando la realidad nockea al verosímil y lo deja así de chiquito.
Me contaron esto: el martes 13 un hombre iba en moto con tres de sus hijos. Lo chocaron de atrás y él se dio la frente de lleno con el paragolpes del auto de adelante. Murió. Los tres chicos quedaron internados.
La mujer, madre de seis, hizo el velorio de su hombre en la capilla del cementerio. Ahí fueron los más cercanos. Uno de esos parientes, de oficio transa, le dijo: vos ahora tenés que dejar el alcohol y ocuparte de tus chicos. Todos asintieron.
Todos incluye a una mujer boliviana, la que me cuenta esto mientras cuida dos hijos de la viuda, los que no iban en la moto. Dos sietemesinos: uno de cabeza enorme y ojos viscos, y otra muy chiquita que ahora se alimenta de teta inmigrante. La misma de la que toma otra nena, ésta sí nacida de esa panza marrón. Panza donde ahora crece otra, u otro. 
Anoche, cuando dormían todos bien arrimados, se escucharon tiros, corridas, gritos de "vení, tirame" y frenadas de patrulleros. Dicen que acaba de salir un pibe de la cárcel y parece que -oh casualidad- no está "reformado" y sigue del lado de los malos. Pero eso al menos no los toca directamente.
En realidad, hasta ahora el peor mes fue enero. Esto no me lo dice ella, lo pienso yo. En 20 días se murieron dos hermanos y la madre de su marido. Uno en el velorio del otro. Un verdadero récord. Digo: ¿cómo hacen para aguantar tanto?
Ya entiendo por qué escriben ficción los que lo hacen. Hablar de la realidad es demasiado complejo. No puedo.
Si todo esto le pasara a una familia de clase media -o peor, alta-, ¿qué medio se atrevería a no hacerse eco? Le llamarían algo así como "La tragedia de la familia Alcorta Helfeinstein".

martes, 6 de agosto de 2013

Victoria

Hoy fue el cumpleaños de mi hermano menor. Decidí que le iba a cocinar, a tomar el rol de madre. No me levanté temprano ni le hice el desayuno, pero apenas pude saqué harina, huevos y azúcar, los puse en la mesada y empecé. Cuando ya había pasado casi toda la etapa culinaria, me vi lavando los platos por segunda vez en el día. En ese momento me acordé de Victoria. Creo que pensé algo como: hace unos años esto lo estaba haciendo ella. La recordé y la quise todavía más.
Hace un tiempo leí una crónica sobre empleadas domésticas. Me generó algo raro entre culpa y satisfacción. Bien raro. Victoria fue parte de mi vida casi los mismos años que la perra que más me duró. Witty es la mascota irreemplazable. Vivió conmigo quince de los diecisiete años que estuve en Cipolletti. Y Victoria estuvo todo ese tiempo ahí: cocinando lo que mi mamá le había indicado, todos los lunes carne al horno con algo, todos los martes pastas, y así. 
Victoria no era una simple cocinera. Ella fue la que me enseñó que los hombres son todos unos idiotas, que tenía que alejarme de ellos. Me acuerdo de ella agitando las sábanas de la cama de mis papás mientras defenestraba al género masculino. Un día, años después, le conté que me había dicho eso y se rió. No podía creerlo. Ahora estaba bien con otro hombre.
Uno de los mediodías que yo llegaba de la escuela toda transpirada, toqué timbre y empecé una catarata de pedos. Victoria abrió la puerta y yo seguí hasta que se me acabaron. Cuando terminé me dijo: ojo que está tu abuela. Nada de: “nena, cómo te vas a tirar pedos enfrente mío”, o mínimo “qué asco”. Nada. Victoria era una de las personas que más me entendía.
En el 2006 terminé el colegio, ella también. Tenía 40 años, tres hijos y dos nietos. Hizo el nocturno. Traía el boletín a casa, me pedía ayuda con inglés, yo me sentaba en un banquito en la cocina y miraba sus cuadernos. Me encantaba pasar tiempo con ella, me sentía yo misma. Ir a los egresos de cada una fue toda una aventura. Ella se iba a sentir incómoda en el mío, y yo en el de ella. Eso lo teníamos claro. Pero nos importaba más cuánto nos queríamos. Yo fui sola al de ella, ella fue sola al mío. Se puso una camisa blanca, un pantalón negro y se pintó un poco. En la foto nos vemos radiantes. Yo no me acuerdo cómo me vestí, pero tengo la imagen del gimnasio donde fue el acto, de la emoción que tenía, y de lo rara que me sentía. Me llevó mi papá, pero él se fue. Ese era un momento de las dos.
Cuando cumplió 40 su marido me invitó a la casa. Era en uno de los barrios más “peligrosos” de la ciudad. A mí me encantaba la idea. No del peligro, sí de ir. No tenía miedo. De nuevo, me llevó mi papá y me dejó ahí. Victoria no sabía que iba a estar ahí, yo era la sorpresa que le había preparado su hombre. Todos eran familia, marido, hijos, nietos, y yo. Volví contenta, me gustaba mucho el mate dulce que tomábamos juntas.
No podría definir si éramos amigas, pero seguro no era la relación de nena rica con empleada doméstica. Victoria no reemplazó a mi mamá, porque aunque el relato no diga lo mismo, mis papás fueron y son personas muy presentes. Victoria no reemplazó a mis amigas, aunque muchas veces las charlas con ellas me aburrieran bastante. Victoria no reemplazó a mis hermanos ni a mi perra, ellos son parte de mi carne.

Victoria fue –sin saberlo, ni ella ni yo- mi guía.

viernes, 24 de mayo de 2013

Todo por mi madre


A mí, María Livia, me chupa un huevo. O un ovario, lo que sea. No la conozco y sé muy poco de ella. Sé que mi mamá quiso viajar a Salta para ver qué se siente ser tocada por la mujer que habla con la Virgen. Le parece que Dios se manifiesta en ella, y eso es algo increíble. La razón por la que yo estoy acá no es la misma.
Es sábado, y subo al cerro porque estamos en un viaje de paz y amor con mi mamá, y lo religioso es parte del paquete. Estuvimos peleando durante un año porque yo ya no era una autómata suya, no hacía lo que ella quería, no me importaba lo que a ella le diera miedo. Yo quería ser yo, no la hija de.
Hace ya cuatro años que vivimos a mil doscientos kilómetros una de la otra, pero el estigma de su deber ser me seguía comprimiendo el cerebro. No me emborrachaba, no iba a lugares peligrosos, no fumaba, para no tener que mentirle. Hasta que empecé a darme cuenta que podía desprenderme del cordón umbilical y lo corté, al principio sin darme cuenta, después a propósito. Sé que le dolió a ella más que a mí.
Pero eso ya pasó. Hoy es el changüí religioso del viaje. Yo ya no soy parte activa de la Iglesia, ella sigue siendo una fanática. Me invitó a Salta para hacer las paces, el primer viaje madre e hija, sin mis hermanos, sin mi papá, sin auto, sin organización previa, sólo pasajes y alojamiento. En la semana hicimos dos excursiones de todo el día en unas combis mínimas, donde tirarse un pedo era matar a quince personas. Recorrimos los pueblos turísticos de Jujuy con cuatro rubias y una morocha salidas de la serie yanqui Amas de casa desesperadas, dos parejas cincuentonas de quejosos, algunos porteños y un par de turcas que no entendían nada y parecían estar por morir: los cuatro mil metros de altura hacían un efecto especial en extranjeros. A nosotras nos habían prestado hojas de coca, así que estábamos vivas, aunque lentas.
En esas excursiones extrañé a mi papá, al auto y a su organización. Era un viaje distinto: se trataba de estar juntas y solas. Hablamos una sola vez de lo que habíamos sufrido, de que yo quería ser independiente, que no era nada contra ella, que no había hecho todo mal como madre, que me había gustado la crianza pero ya tenía que llegar a su fin. Llorisqueamos en un restaurant, nos dimos la mano y entendimos que empezaba una nueva etapa: la de yo soy yo, y ella es ella.
Y yo, que soy yo, estoy haciendo un gran esfuerzo en mi nueva vida de hereje. Lo hago porque sé que lo que más le cuesta de mi cambio es mi aversión a todo lo católico. Pero María Livia me sigue chupando un huevo. Esta señora decía (y dice) que se le aparece la Inmaculada Madre del Divino Corazón Eucarístico de Jesús, con una desordenada e impredecible periodicidad, en su casa, en la parroquia, pero especialmente, en ese cerro. Porque ese lugar lo eligió desde los cielos y se lo dijo a ella, su instrumento elegido para la misión de evangelizar al mundo, desde la Argentina. Ese mensaje provocó ojos de huevo en varios católicos cuando el humo blanco del Vaticano vino acompañado de una graph que decía: Bergoglio Papa.
Pero eso fue cinco meses después. Ahora subo al cerro. En silencio, pienso en boludeces y leo los carteles que me retan: “Esto no es un lugar de turismo ni deporte”, “Ofrece con una oración tu ascenso”, “Este es un espacio para la oración, silencio y recogimiento”.
La fila es lenta. Somos muchos, estamos a cuatro grados de los cuarenta y son las diez de la mañana. Hace dos horas que se abrió el portón, y ya había gente esperando. El camino es angosto y vamos primero para un lado, después para el otro, un lado, el otro, un lado, el otro. Lo bueno de que vayamos lento es que no me canso tanto. Las subidas me ponen muy de malhumor, detesto el concepto de sufrir en el ejercicio, y cuando me pasa se me activa el chip de odio-al-universo-entero. Y ahora que soy hereje no me reprimo.
Los impedidos hacen cola para llegar en colectivos de línea. Colectivos que, hoy, lo único que hacen es esa subida. Por suerte este no es el momento en que prefiero ser una impedida, aunque a la vuelta voy a querer y nadie me va a llevar: voy a tener que cargar sola con mi mamá. Está bien, no es una anciana, pero juro que fue dura la bajada.
Colgados de las ramas de los árboles empiezan a aparecer algunos rosarios. Al principio son pocos, miro cada uno y, a escondidas, los capto con mi cámara. Algunos son blancos, otros de los que brillan en la oscuridad, otros de madera o alpaca. Cuando se despeja la selva que nos cubre, empezamos a ver los colectivos de larga distancia prolijamente frenados en una gran explanada principal; después me entero que hay más estacionamientos y que podríamos haber caminado menos. Son más de cincuenta y traen  gente de todo el país y del mundo, aunque por ahora sólo de países periféricos. También llegan y se van taxis y remises. El gremio sabe que los sábados hay que estar en el cerro.
Arriba, ya cerca del santuario, no se puede comer, ni usar el celular, ni tomar mate. Agua, nada más.
-          Claro, por eso se desmaya la gente. Nos hacen cagarnos de hambre y de calor.
A mi mamá no le molesta mi queja, ella se siente igual y tampoco es fanática de María Livia como para aguantarle semejante falta de respeto. Para los que no estamos rezando esto es inaguantable.
Los carteles tampoco nos dejan hablar. Hay música de misa en el aire: son los servidores, sus voces y sus guitarras punteando. Ellos son los encargados del sonido, y se distinguen con un pañuelo celeste anudado a lo boy scout. Arriba, todo es gratis: la entrada, el agua, los baños, la atención médica y la música. Y son ellos los que hacen todo.
Cuando llegamos arriba, buscamos la fila de los que quieren ser tocados por María Livia y esperamos. Los ancianos no se sientan, en realidad supongo que porque no hay sillas, pero yo no aguanto. Me tiro en el piso y odio los momentos que avanzan poco y me tengo que parar, para después volver a tirarme. Cada minuto hace más larga la fila. No nos llega a proteger una media sombra rota que se ve de lejos, donde hay otros cientos que sí se pueden sentar y no les da el sol en el medio del ojo. Algunos de nuestra fila tienen paraguas que funcionan como sombrillas a lo Mary Poppins, otros gorros o pañuelos, y los menos precavidos usan las toallas de mano como sombreros. Yo tengo mi pañuelo de abrigo en la cabeza, mi mamá no se pone nada.
Empiezo a pensar en la empanada que voy a comer cuando baje. Es de carne cortada a cuchillo y papa. Chorrea. Nadie puede imaginar que no estoy rezando: sentada en la tierra, tengo la cabeza para abajo y los ojos cerrados. Tomo agua y vuelvo a la realidad. Ni siquiera llegó María Livia y encima nos tiene que tocar a todos los que estamos acá, uno por uno. Voy a morir famélica.
La música se detiene y empieza el rezo del rosario. María Livia está rezando, pero los de la popular no la vemos. Después nos enteramos que en ese momento se aparece la Virgen, todos los sábados, en alguna parte del rosario. Aunque sólo a María Livia, claro, y viene acompañada de un par de amigos. Esta vez fueron el Papa Pío, San Antonio de Padua y otros santos que María Livia no reconoció. Cuando termina el rezo, empieza la acción.
La gente que llegó más temprano y pudo protegerse por la media sombra empieza a moverse. Los servidores sacan las sillas plásticas y los llevan al rayo del sol, donde hay carteles que indican zonas por números. Los ponen en fila india, todos mirando al mismo lado. Cuando ya hay varios preparados aparece María Livia. Alargamos el cuello para mirar, esta vez sí la vemos.
María Livia está casada, tiene tres hijos, nietos, es un ama de casa ejemplar, pero parece una monja de civil. Lleva la clásica pollera gris a tablas, zapatillas deportivas y medias blancas. El cuello de su camisa, también blanca, está levantado, y le cuelga un rosario, de nuevo blanco, de plástico. Primero pienso que parece Batistuta con el cuello así. Después entiendo: nos estamos calcinando, son las dos de la tarde en un cerro de la provincia argentina más cercana al Ecuador. Se está protegiendo para no terminar quemada.
Un servidor la sostiene del brazo. Es un chico de veinti muchos y lleva el pañuelo celeste que los distingue. Una chica, con cara de protagonista de una novela de Cris Morena, filma los movimientos de la mujer y dice “no” con la cabeza cuando ve gente que saca fotos.
Los toca uno por uno. Después de la oración de intercesión -así se llama el momento que posa su mano sobre el hombro del peregrino- algunos se quedan parados y esperan que un servidor les indique por dónde salir. Otros sólo caen al suelo. El llanto de los que caen es espasmódico: la panza y el cuerpo se les mueven como si la angustia los poseyera. La primera mujer que veo haciendo esos movimientos me hace llorar. Dejo de mirarla, aunque mis ojos vuelven solos. Son el morbo y mi sensibilidad luchando mano a mano.
Una fila paralela de servidores se arma atrás de los que van a ser tocados. Son sólo diez y tienen que seguir el ritmo de María Livia. Esperan algún desmayado, lo apoyan con dulzura rápida en el piso, y corren al principio de la fila, a auxiliar a los que siguen. Ningún cuerpo se les cae, parecen cronometrados.
Todo eso lo vemos desde nuestra fila estática. Cuando por fin avanzamos y nos ponemos felices, nos pasan a los asientos de cemento donde estaban los recién intercedidos. Vamos a estar un rato más así, a la espera. Cada tanto me vuelve la imagen de la empanada, pero la intento sacar de mi mente porque no quiero que se me active el chip del odio.
Una hora después estamos paradas y ubicadas, a punto de ser intercedidas. La vemos venir.  Quiero desmayarme yo, para ver qué se siente. No quiero que se caiga mi mamá, me hace mal verla llorar, y mucho peor imagino que me hará verla tirada, casi convulsionando. Pero pasa. María Livia me toca, no siento nada. María Livia toca a mi mamá, ella se cae: su cara empieza a enrojecer, por suerte con los ojos cerrados, y llora. Me quedo mirándola, pero no despierta. Los sobrevivientes se van, caminando, a la salida. Yo tengo que hacer lo mismo. Me pongo a un costado, tengo miedo de perder a mi mamá.
Cuando por fin la encuentro, no me habla. Quiero irme. Me pide, con señas, ir al santuario. Otra fila. El santuario parece una capilla de gnomos, aunque estoy acostumbrada a estas dimensiones. El movimiento católico en que me criaron también tiene santuarios y también son para gnomos. Pero en los que conozco la imagen de la Virgen no es una estatua. Acá sí. Parece una nena de catorce años, tiene vestido y velo blancos que irradian una luz, de nuevo, blanca. Es una estatua muy vívida. Miro fijo sus ojos celestes y siento que me observa. Sonrío por dentro, y la estatua sonríe. No me asusto, estoy acostumbrada al pedo místico. De adolescente vivía borracha de religión: muchas veces pensé la posibilidad de convertirme en monja. A su izquierda, arriba, hay un corazón con la inscripción “JHS” rodeado por una estrella de seis puntas. Es el Sacratísimo Corazón Eucarístico de Jesús. Ellos dos, el corazón y la inmaculada, son los que, según María Livia, le hablan desde el año 1990, cuando ella todavía era una simple ama de casa de clase media que iba a misa todos los días, rezaba el rosario diario, comulgaba y se confesaba cada mes.
Adentro del santuario la gente deja fotos y cartas. Del árbol que está en la entrada cuelgan más de mil rosarios, muchos con papeles pegados con intenciones, pedidos o agradecimientos escritos. Nunca había visto un árbol así. Pienso si lo limpiarán cada tanto, y cómo aguantan sus ramas esa cantidad de peso. Mi mamá se saca su rosario de alpaca y me lo da.
-          ¿Lo colgás, Pichonina?
No me molesta. En otro momento de nuestras vidas la hubiera odiado. Pero todo lo que pasa me parece interesante, y también participar y ver qué siento ahora que soy hereje. Y de nuevo, como con María Livia, no siento nada.
Son las cinco de la tarde, y a las seis hay misa en el santuario de abajo. No, tampoco para tanto. Por suerte, mi mamá no me insiste.  Estoy cansada, tengo hambre, me quiero ir a tirar a la cama del hotel, bañarme y comer la empanada salteña que sigue en mi mente.
Suficiente religión por hoy.

  

miércoles, 22 de mayo de 2013

Una nota sustentable


Coni es de San Martín de los Andes, se preocupa por el medio ambiente, hace tarjetas de presentación con material reciclable y dice cada tres palabras alguna de éstas: tipo, digo, digamos, o sea. Julia tiene que ir a entrevistarla para una revista verde, donde los temas son plantas, huertas, reciclaje, basura, plantas y más plantas. Julia no es sustentable, no sabe qué son las ecocards ni las B  Corporations. Pero para hablar con Coni tuvo que informarse.
Ya en la charla, Julia trata de concentrarse pero no puede evitar la distracción cuando Coni dice palabras en inglés. Lo hace cada dos oraciones, y pronuncia “Saladix” con acento en la primera “a”: Sáladix. Coni además le explica a Julia que las B Corp son alternativas a las A Corp, que vendrían a ser las comunes. Las B tiene responsabilidad social empresaria y son sustentables, o sea, se preocupan por el medio ambiente. Las A, no.
—¿Y ustedes son…?
—No, todavía no somos nada. Pero en julio o agosto vamos a empezar a tener ventas.

El proyecto de empresa sustentable de Coni consiste en hacer tarjetas personales del tipo: Constanza Hallibur, Contadora. Lo verde, lo innovador, es que las tarjetas son de cartón. Cartón que va a dos talleres protegidos de San Martín de los Andes donde los drogadictos en recuperación y los discapacitados los cortan y sellan. Así, las tarjetas personales tienen, en la parte de atrás, un pedazo de sobre de té Green Hills o de caja de comida de avión.
—Yo viajo cada tres meses a Capital y les pido a las azafatas de LAN que me guarden las cajitas porque son ideales para esto.

Coni está vestida en composé: todo es celeste o blanco, hasta sus ojos le combinan. Lleva unas botas de montar y una boina color tiza. Ya vendió tarjetas en Europa, Brasil y Mendoza. Así lo dice. Julia pone cara de “qué extraña enumeración” y Coni aclara:
—Tengo tres amigas viviendo en esos lugares.

Antes de terminar, Julia le pide el contacto de los chicos que trabajan en los talleres protegidos.
—¿Y esto cuándo va a salir? –pregunta Coni.
—Seguro en el número de julio.
—Ah, bueno, entonces te lo paso el diez de julio.
Julia no sabe si Coni entendió el pedido demasiado bien o demasiado mal. Por lo pronto, toma su lapicera y su agenda. Julia no sabe qué va a hacer al día siguiente, pero sí tiene un plan para el diez de julio: va a esperar que Coni le pase el contacto.  

* Este texto responde a una consigna dada en el marco del Máster de Crónica de la revista Orsai.

lunes, 20 de mayo de 2013

Hoy crecí


Salgo de mi casa y voy a un solo lugar: la AFIP. Agarro mi bicicleta, me pongo los auriculares y pedaleo: cumbia nena, esto es Amar Azul. Muevo rápido la cabeza y el cuerpo de un lado al otro. Llego contenta, saco número y me siento. Espero, muevo la pierna, me como las uñas y me vuelvo a parar. Le pregunto al hombre si me falta algún papel y me dice que sí. Me explica algo de una partida de nacimiento, le digo bueno, bueno, y salgo. Llamo a mi papá y lloro cuando me dice que ese papel lo tiene él allá: a mil doscientos kilómetros de distancia. Corto y vuelvo a entrar. Le pido al hombre que me anote lo que necesito. Me da una dirección a dieciséis cuadras. Me parece cerca, desato mi bicicleta y pedaleo. Cu-li-suel-tas dónde están las culisueltas que quieren matraca, las manos bien arriba que acá llega el traka traka. Esta vez ya no me muevo tanto, hay tránsito pero necesito energía positiva. Llego al Registro Civil, ato la bici y entro. Me atienden rápido, hay poca gente. Necesito un certificado de domicilio. Le doy mi documento, lo anota, me da un papel y me manda a pagar. Llego al Bapro, hago cola. Alguien dice que si sos del Registro podés pasar primero, entonces me apuro, pago cinco pesos -increíble, pensé que iba a ser más caro- y salgo trotando. Son sólo cincuenta metros, pero se está haciendo mediodía y yo ya tengo olor a ropa usada muchas veces sin desodorante. Desato la bici y me llama mi mamá. Sí, ma, todo bien, estoy terminando lo de la AFIP, voy a subirme a la bici, te llamo cuando esté haciendo la otra cola.
Esta vez no me pongo los auriculares. Al mediodía salen los pendejos de las escuelas y sus padres manejan mal y estacionan en doble fila. Los pelos de la nuca se me humedecen. Tengo calor. Falta una cuadra, miro para atrás porque quiero doblar, giro la cabeza hacia adelante y veo una puerta y no alcanzo a frenar: me doy de lleno la pera contra la punta superior y caigo al medio de la calle. “Disculpame, no te vi, ¿estás bien?”. Un hombre de traje me habla, pero yo me quiero ir y terminar el maldito trámite. Empiezo a sentir la cara hinchada. La próxima mire cuando abre la puerta, le digo.
Agarro la bici y me voy, llorando, de nuevo a la AFIP, a sacarme la foto más fea de la historia.

* Este texto responde a una consigna dada en el marco del Máster de Crónica de la revista Orsai.

viernes, 10 de mayo de 2013

Nos deja por una hamburguesa


Pablo acaba de llegar. Antes de sentarse, el celular ya le sonó de tres maneras distintas. Julieta y yo lo miramos, él mira el aparato. Es su novia, como siempre. Le habla por whatsapp, por Facebook, por mensaje. Lo llama.
—Bueno, pero yo ahora no puedo, recién llego acá.
—…
—En lo de las chicas.
Apenas termina de decirlo aleja el teléfono. Se escucha una voz femenina que grita:
—PERO YO ESTOY MAL, NECESITO HABLAR CON VOS.
Se llama Carla, pero le decimos -sin que ella se entere- Hamburguesa. Es porque trabaja con él en Mc Donald´s. El tema es que Hamburguesa no entiende que, para nosotras, su novio es asexuado. Si supiera que una vez soñé con él y sus genitales eran los de un Ken, se quedaría más tranquila. O no.
—Pasa que cortamos –dice Pablo.  
—Ah, bueno, entonces es otra cosa. ¿Por qué cortaron?
—Porque me llamó Sharon el otro día para decirme que se le había muerto otro amigo en Guatemala. -Sharon: la ex-.  
—No, ¡qué mala leche tiene esa mina!
—Y bueno, yo fui, me dio cosa. Me quedé hasta las diez de la noche.
—Ah, por eso está así.
—Sí, pero me cagó a patadas. 
Pablo se señala el meñique, tiene un tajo y sangre seca. También se señala el brazo, tiene un rasguñón. Siguen los sonidos en su celular. Cada vez que atiende, termina ella cortando y volviendo a llamar. Mientras escribe sus últimos mensajes, le damos el discurso de siempre:
—Esto es tu culpa porque vos no le ponés un límite, si la mina te dice que vayas a las tres de la mañana vos vas y tiene que entender que no es así, que si estás con tus amigas estás con tus amigas y punto. Pero vos le seguís contestando.
Esa es Julieta. Yo pienso que algún día debería decirle que está estudiando con un compañero, para ver si reacciona igual.
Igual ahora está todo más tranquilo. Pablo se olvidó el cargador y la batería del teléfono se termina.
—Es lo mejor que pudo hacer la tecnología por vos -esa soy yo.
—Me tiene harto, pero me siento culpable de dejarla así.
—Pero ella te cortó, que se la banque -de nuevo yo.
—Si te hace sentir mejor, andá. Porque para estar así es lo mismo que no estés -esa no soy yo.

Sí, se va a ir. Los gritos lograron su cometido, y Pablo, una vez más, nos abandona por una mina.
—Vos asegurate que yo no sea así de loca cuando tenga novio, por favor –esa es Julieta. Yo le pido lo mismo.



* Este texto responde a una consigna dada en el marco del Máster de Crónica de la revista Orsai.

sábado, 27 de abril de 2013

No es María


Porfidia sólo se acuerda de esa vez. Cierra los ojos y siente la campera, tres talles más chica, apretando su cuerpo.
Entró panza y se la abrochó con una hebilla. Miró la película sin moverse y le gustó, pero más le gustó por estar con sus padres, sin gritos ni alientos a alcohol de por medio. Esa noche, en esa butaca de La Paz (Bolivia), todo permaneció en su lugar: su mamá, su papá, ella y la alegría de los tres. Después ya no.
Después llegó el desastre. Su mamá cayó internada por una cirrosis y murió en el hospital. Y su papá, también borracho, decidió que no iba a hacerse cargo de la familia. “Si usted quiere, vayasé” le dijo un día. A Porfidia su padre la trataba de usted.
Hoy, Porfidia no es Porfidia. Treinta años después de esa tarde en el cine y a casi tres mil kilómetros hacia el sur -en Buenos Aires- nadie sabe su nombre ni puede pronunciarlo bien. Por eso, para simplificar, se adueñó del más común que conocía: María. Además, ella tampoco sabe bien cómo escribir el verdadero: algunas veces pone Porfidia, otras Porfiria. El año pasado, cuando fue a anotar a su última hija, la empleada del hospital la retó.
— Tenés que poner en todos los cuadros el mismo nombre. ¿Vos cómo te llamás?

Dudó, y eligió uno. Al azar. Las dos testigos firmaron y ella volvió a tener un documento, un papel plastificado que le aseguraba que no le iban a sacar a sus hijos por no tener identidad. ¿Quién es Porfidia, entonces? Es una madre boliviana, sumisa, trabajadora y parca, que una mañana, hace ya muchos años, escapó de su casa.


* Este texto responde a una consigna dada en el marco del Máster de Crónica de la revista Orsai.

sábado, 13 de abril de 2013

Al barrio que me atraviesa


Me pesan los párpados, me duelen los ojos, tengo olor a zanjón contaminado, tengo frío, tengo calor, mi cabeza explota. Son las ocho de la noche y siento como si fueran las doce. Siempre que salgo del barrio cuento las horas que pasé adentro: lo hago con los dedos, como en la primaria, y muchas veces me da más de ocho. Hoy me dio nueve.

Mi historia en ese lugar empezó hace casi cuatro años, cuando yo tenía 20. Fui porque era el único barrio donde se estaba empezando a trabajar en la ONG donde participaba. Conocí a una señora boliviana que se llamaba María. Conocí a sus hijos, a sus vecinos, a sus sobrinos. Y cada sábado, religiosamente, me tomaba el mismo micro, caminaba las mismas cuadras y llegaba adonde todo se convertía en una mezcla de alegría y bronca, amor y desilusión, cantos y lágrimas. Me generaba contradicción: los nenes se divertían, y yo me empezaba a asomar a su realidad. Pero disfrutaba cada vez más estar ahí, saltando en el medio de la calle y gritando “un tallarín, que se mueve por aquí, que se mueve por allá”.

El grupo de gente que iba conmigo, voluntarios, se fue deshaciendo, las personas consideraron que su cuota de caridad había acabado, que ya habían visto sonrisas de niños pobres: su tarea estaba cumplida. O, siendo menos cruel, la rutina los consumió y se olvidaron de los olvidados. En realidad no sé bien por qué, pero empezaron a desaparecer. 
Para el bien de mi alma, aparecieron otros. Otros con los que crecí y aprendí. Otros y otras, que se convirtieron en parte de mi historia, de mis preguntas existenciales. Personas con las que me ponía en pedo y hablábamos de los nenes, de sus familias, de sus problemas, de la pobreza y de por qué mierda ellos tienen que vivir así y nosotras no.

Y esos sábados dejaron de ser eso, sólo sábados, porque se convirtieron en lunes, jueves, domingos. No importaba qué día fuera, si queríamos ir a tomar unos mates y éramos más de dos, íbamos. Porque ahí la pasábamos bien, porque ahí éramos oreja y sonrisa y abrazo y beso. Así nos empezamos a conocer, a saber que María no era María, sino Porfidia, y ellos empezaron a saber que yo no era Colo, sino Rosario.


Cuando entro, en mis mejores días, me siento una diva: me gritan de una casa, de otra, ¡Colo, Colo!”. A veces me como el amague y es alguien que me quiere decir linda, pero no me conoce. Y eso tampoco me sienta mal. Aunque la mayoría de las veces es un nene o una nena que pregunta si hay escuelita hoy.

Otros días me siento una puntera, porque los saludos son cordiales, de gente mayor, y voy levantando la mano e inclinando apenas la cabeza. Una vez, una puntera peronista me dijo que ella no tenía miedo ahí, sabía que nunca le iban a hacer nada porque la conocían. Y así me siento yo.

El barrio es, para mí, uno de los lugares más seguros de la ciudad. Aunque es ahí donde vi, por primera vez, transas, armas, escuché tiros y corrí a refugiarme para después chusmear desde la puerta, vi motos quemadas como mensaje mafioso. En esos momentos no sentí miedo, pero después sí reflexioné. Porque yo me puedo ir, y ellos no, como dice una oración de Mugica.

No puedo cerrar estos pensamientos porque no tienen fin, porque a mi vida la atravesó ese barrio y nunca puedo, ni pude, ni quiero, dejar de sentirlo. En risas y en llantos, lo siento adentro.

lunes, 8 de abril de 2013

Cuando bajan las aguas


- Te aviso que se va a poner a llorar.
Mi amiga me había alertado del estado sensible de su madrina. No puede creer que gente que no la conoce vaya a ayudarla, me explicó, rebotando por los adoquines. Ella adelante, yo atrás, en bicicleta.
Cuando llegué, la mujer me abrazó y dijo gracias, gracias, y algo más que no entendí. Ya empezó a llorar, pensé. Pero al instante se calmó, y sin darme tiempo para bajarme me pidió un favor: si le podía pagar algo que vencía ese día. Salí de nuevo, pedaleé veinte cuadras, hice la cola en el Pago Fácil, le di la plata al señor y volví. Me agradeció y me indicó unas valijas para que me fijara si estaban secas. No. Entonces, valijas afuera. Afuera también había libros. Y ahí me quedé, mirándolos, separando sus hojas, tirando algunos.
La tormenta había sido el martes. Ese día era lunes de la semana siguiente y todavía tenía cajas con agua, sin abrir. Vive sola y su casa es chica. Chica y baja: es profesora de yoga, y todos sus muebles tienen la altura que alcanzó el agua: 40 centímetros. Una medida de afortunados.
Sus libros son de yoga, autoayuda o ficción. Después de llorar y de pedirme que fuera a pagar, me explicó cuáles eran las reglas:
-         Si te gusta algo, me decís y te lo llevás.
Entonces se lo dije.
-         Éste te lo voy a pedir prestado.
-         ¿Qué es?
-         Almudena Grandes.
-         Ay, sí, es divino, llevalo. Y hay otros, también. Llevalos, llevalos que son hermosos.
Por momentos tuvo verborragia. Me pidió que le contara de la tesis, se afligió, le dijo a su ahijada, mi amiga, que le escribiera un mensaje a sus alumnas para explicarles que no iba a dar clases, me habló de una chica que seguro le va a interesar leer mi libro, mi amiga le pidió que le terminara de dictar el mensaje. Todo esto en la vereda, los libros y las valijas secándose, y ella con un mate lavado y amargo en la mano.
Yo necesitaba estar en un lugar así. El miércoles, un día después de la tormenta, me tuve que ir al sur, a un casamiento. Cuando llegué y tuve que buscar un vestido empecé a putear y llorar. Si lo hubiera pensado dos veces no me iba, eso estaba claro.
Y cuando volví a la ciudad, lo primero que hice fue encerrarme toda la mañana en una facultad a esperar que otra amiga se recibiera. Otra vez, de los pelos. Quería ser útil, ayudar a alguien. Pero no sola, porque siempre me cuesta empezar cuando nadie me acompaña. Entonces mi amiga me dijo que se iba a la casa de su madrina, y me acoplé.

La gente está cansada, pocas casas tienen ya su vida en la vereda, muchos volvieron al trabajo, a la facultad, a la escuela. Y recién ahora llego yo, con ganas de donar sangre, ir al Banco de Alimentos, ser hogar de tránsito para alguna mascota perdida, lavar ropa de personas desconocidas, todo al mismo tiempo. Ya no se necesita tanto, ahora es el momento de despotricar contra el intendente, el gobernador, la ministra de Desarrollo Social y todo el que haya tenido algo que ver en este desastre.
Tengo mucha ansiedad, mucho odio, mucha energía, mucha ira. El problema: canalizarlo todo antes de explotar. 

lunes, 1 de abril de 2013

El Ricardito


Ricardo viaja en clase turista. Nadie quiere una foto, nadie lo molesta. Sólo los dos hombres que vienen con él le hacen chistes. Una mujer dice, en voz alta, algo como: “todos somos pueblo”. Por eso me doy cuenta que el hijo de Raúl Alfonsín, el clon de su padre, no está en primera clase.
Lo había buscado en los primeros asientos, esos que son grandes, mullidos y se pueden reclinar, donde te traen el diario que vos quieras. Pero no estaba ahí, él ya se había acomodado en el 14C, justo detrás mío.
El viaje a Salta duró casi dos horas. Se rió de los chistes de sus compañeros, durmió y roncó. Quise mirar para atrás, porque no identificaba su voz y me daba intriga lo que decía. Escuché cosas como: presidenciable, el señor Alfonsín, y risas. El diario que Aerolíneas Argentinas nos regalaba era Tiempo Argentino. En un recuadro de los más chicos aparecía mi compañero de viaje, en una foto del día anterior, recordando a los radicales desaparecidos durante la dictadura.
Cuando el sonido del avión se volvió fuerte y constante, y ya no escuchaba más nada, decidí descansar. Dormité un poco con el cuello doblado. Cuando llegó el servicio de snack volvió mi curiosidad. A alguno de los tres se le había caído la bebida encima, y otro, con voz ronca, le pedía un hielo a la azafata. Creo que el torpe era Ricardo, pero no estoy segura.
Cuando se desperezó, tocó, con la punta de su mocasín, mi pie. Ahí me animé a mirar un poco: su zapato tenía un dibujo de puntos. Eso fue lo único que capté, nada menos interesante que un zapato negro. Cuando estábamos por bajar quise hacer todo rápido así quedaba delante de él en la fila. Logré que me mirara, y eso me emocionó, casi como si fuera un cantante pop y yo una quinceañera. Pero no pude quedar cerca, un joven muy caballero me cedió el paso y lo perdí. Caminaba lento, esperando que me pasara. Cuando bajé las escaleras vi cinco hombres de traje. Esos lo esperan a él, pensé. Y sí, “¿qué hacés?”, le dijo Ricardo, y no escuché nada más.
Listo, se me fue el entusiasmo por seguir la caza. Vi a mi papá del otro lado del ventanal y fui a saludarlo. Cuando me di vuelta, él y sus hombres pasaron por al lado mío. Se fue, pensé, y fui por mi valija.
-          Ricardito viajó conmigo, ¿lo viste? – le dije a mi papá.
-          ¿Qué Ricardito?

martes, 26 de marzo de 2013

Ella, la que todavía no me ama


Ningún bebé patea para mí. Ella no fue la excepción.
La conozco desde el momento en que estaba detrás de la panza tostada de su madre. Todo el mundo la sentía moverse, yo no. Amo los niños, pero con los bebés tengo una relación rara: no sé qué hacer con ellos. No me sorprenden ni divierten, no hablan, no gatean, no caminan. Vomitan, se hacen caca y duermen.
Para su bautismo le quise comprar un vestido. Encontré uno lindo y caro, ella lo valía. Lo llevé una semana antes para que se lo probara. No le entró. No era mi culpa, ella tenía cuatro meses y el vestido era para bebés de seis. Lo fui a cambiar por varios talles más, prefería que le quedara grande. El vestido era para nenas de un año, ella lo pudo usar sólo ese día: era como un mini muñeco de Michelin, aunque marrón.
Puede ser que por mi inutilidad para entender a los bebés ella recién se diera cuenta de mi existencia al año y medio. Un día me dijo “Coco”. Sus hermanos la asustaban con que venía La Colo y se tenía que portar bien. Yo era algo así como la ley, aunque en el papelito dijera madrina. A ella no le importaba mucho: cuando llegaba me sacaba la lengua, me decía puta y me disparaba con su dedo índice. Sonreía después, sabía que se lo iban a festejar. Y si no le funcionaba hacía la mimosa: inclinar su cabeza hacia un hombro y poner cara de linda. Esa era fija.
Pasé dos meses sin verla. Cuando volví se escondió detrás de las piernas de su hermano y lloró. Así me recibió. Por lo menos al padrino le hizo lo mismo.
Su nombre es Rosario, igual que el mío. Un día su papá me llamó, yo pensé que era para avisarme que había nacido.
-          Colo, ¿vos cómo te llamás?
-          ¿Eh? ¿Por? Mi nombre es feo.
-          No, porque estábamos pensando acá con la María que si es nena le queremos poner tu nombre. ¿Cómo te llamás?
En el barrio casi nadie sabe mi nombre, tampoco el de mi comadre. Le dicen María, se llama Porfidia.
Mi primer año en la villa no vaticinaba este destino. Yo iba a hacer caridad; atender a los pobres, darles lo que te sobra, es parte del ser buen católico. Pero ellos me dieron vuelta la cabeza y me dejaron en una encrucijada. ¿Quién era yo? Tenía miedo de volver a la caja de cristal, a convencerme de que la injusticia no existía, que no había chicos que por falta de zapatillas no iban a la escuela, que nadie tenía la necesidad de revolver la basura ajena para vivir. Era un miedo serio, porque sabía que yo había vivido así durante veinte años.
El día que me eligieron madrina grité, pero no entendí muy bien en qué consistía, si era algo simbólico o si de verdad iba a haber bautismo. Lo hubo, pero después caí: yo pasaba a ser parte de la familia. O sea que en mi familia hay médicos y cartoneros. Eso me gusta, aunque nunca lo hubiera buscado antes.
El futuro de nuestra relación es un misterio. Unos días me quiere, jugamos a meter y sacar ropa de una bolsa, me saluda y tira besos, otros me pega y patea mientras toma la teta. Yo tengo confianza, me va a terminar amando, como yo ya la amo a ella por ser quien me unió para siempre con su mamá y con la villa. 

domingo, 24 de marzo de 2013

Distintas


Ella y yo somos coloradas. Ni mellizas, ni hermanas, ni primas, sólo coloradas.
El día que se hartó estábamos en un boliche. Habíamos salido con su hermana, que también es pelirroja, y a todos les encantaba pararnos y decirnos: ¡son hermanas! No, insistía ella, y explicaba: la de rulos es mi hermana, ella es mi amiga. Como nadie le creía, se cansó y empezó a decir que sí, que éramos hermanas. Así nació nuestro apodo, hoy nos decimos “hermani”. Ella acentúa en la A, yo en la I.
Desde el momento que nos concibieron fuimos distintas. Ella desnutrida, yo obesa. Ella acuariana, yo capricorniana, aunque sólo por trece días de diferencia. Nacimos el mismo año, el mismo mes, con el mismo color de piel y de pelo, pero en ciudades lejanas: ella en la playa, yo en el desierto. Cuando se mudó a mi pueblo vivíamos a una casa de por medio. Creo que nos gustaba estar juntas, o sino nos obligaban, porque aparece en todas las fotos de mis cumpleaños, pegada a mi derecha en el momento de soplar las velitas.
Nuestros padres estudiaban juntos en la universidad. El mío aprendió a ser ambidiestro, porque por escribir con la izquierda les pegaban. Al suyo le dicen el Zurdo. El Zurdo es el único hombre colorado que conocí por mucho tiempo, y como nadie en mi familia es pelirrojo siempre estuvo el chiste: sos hija del sodero. No, digo yo, y cuento esta historia. Mi papá y el Zurdo son amigos desde chicos, iban juntos al San Luis, el colegio más cheto de la ciudad, tomaban la leche, miraban la tele en blanco y negro y jugaban al fútbol juntos. Ellos también son muy distintos: mi papá es religioso y conservador, el Zurdo es liberal y no pisó más una Iglesia desde que dejó la escuela, salvo contadas ocasiones. Todos sus hijos fueron al Instituto Nuestra Señora de Fátima, no le quedó otra que aparecer de vez en cuando.
Ella y yo tuvimos una etapa de sentirnos iguales. Nos gustaban las mismas muñecas, los mismos juegos, la misma escuelita deportiva. En la secundaria ya no, ella tenía su grupo, yo el mío. Nos queríamos igual, pero ya no éramos mejores amigas como antes. Cuando nos mudamos de ciudad, estábamos cerca. Ahora vivimos a la vuelta. Ella fue a universidad privada, y tiene adicción por las compras. Yo a universidad pública y me negué a que me mandaran a estudiar un posgrado a Europa.
Reflexionamos muchas veces sobre esto: nos gusta ser amigas y así de distintas. Nos gusta porque no nos obligamos a opinar igual, a pensar igual, a hacer igual. Con ella recibo las mejores noticias. Nuestra teoría es que una colorada puede ser yeta, pero con dos se anula la mala suerte. Por eso cuando estamos juntas nos pasan cosas buenas.  O quizás es porque nos queremos así, tan iguales, tan distintas.  

sábado, 23 de marzo de 2013

Peces blancos


Cuando la policía quería combatir el narcotráfico, lo hacía desde adentro: mandaba a los suyos a consumir y después conseguía granjas para rehabilitación. ¿Cómo iban a hacer para meterse con los pesos pesados? Simulando que ellos eran consumidores. Y en eso se convirtieron. Ahora, lo que el sistema policial hacía como un juego, usando a sus oficiales como piezas de ajedrez, se convirtió en realidad, y no sin quererlo.
Después de armar un equipo y una gran operación de combate, decidieron que no iban a poder vencer a los peces grandes, entonces mejor unirse al enemigo. Así, los azules se convirtieron en blancos. Blancos de paz y blancos de cocaína. Hoy, al jefe de esa operación, echado después de su insistencia por seguir, lo llama una madre desesperada porque su hijo de 14 años tiene tres plantas de marihuana en la habitación. La pregunta es por lo mínimo: ¿por qué consumen los que consumen?, y ya no por lo profundo, por las causas, por el poder, el dinero y por quienes son conscientes de estar jugando con la vida de los otros.   

viernes, 15 de marzo de 2013

Un cura villero del sur


Hace dos años, un lunes de vacaciones, fui a hablar con el Padre Gustavo, el cura que más odié durante mi adolescencia. En esos tiempos yo era la ñoña, la que decía que le iba mal en la escuela y terminaba sacándose puros nueves y diez, la que tocaba la guitarra en la misa de la ancianidad y la que creía que tomar de más estaba mal, emborracharse no tenía ningún sentido. Ni hablar de drogas.
Mis papás eran (y son) de un movimiento de la Iglesia que sigue a la Virgen María. Su advocación no es muy famosa en el Tercer Mundo, es difícil de pronunciar. Schônstatt. Esa Virgen, la de Schônstatt era la oficial para mí, durante toda mi infancia creí que era la única, y aun hoy, cuando la veo de repente me sorprendo. Sigo creyendo que me cuida, ahora sin la estructura eclesial encima.
Mis amigas eran casi todas creyentes, yo era la más radical. Seguir los dogmas era mi pasión. El sexo: después de casarse. El alcohol: pervertidor de juventudes. Los hombres: rocas y, si no son católicos, no te acerques, seguro son pervertidos. El mundo: no tiene valores. A los 15 años me peleé con mi mejor amiga porque quería “tener relaciones” con su novio. Horrible, horrible lo de ella.
A los 17 me mudé a La Plata, donde vivía y estudiaba mi hermano mayor. A seguir sus pasos. Seguía siendo religiosa, caritativa y de mucho rezo. Me encantaba, no voy a mentir: nada de arrepentimientos. Pero digamos que gracias a Dios ya no soy así.
Durante mi tercer o cuarto año en la ciudad empecé a cambiar. La facultad, su zurdismo militante, mi otro hermano, mis nuevas amistades, la villa, las madres y los nenes de la villa, hasta mis viejas amigas religiosas empezaron a cuestionar los dogmas. Las primeras veces me opuse, si yo era feliz así, ¿por qué modificar mis ideales? Había empezado en una ONG que hacía casas en los asentamientos, en un principio eso era lo único que sabía. Me mandé, sola, como hago con las cosas que me cuestan, a una de esas construcciones. La pasé mal, lloré en el micro de ida, no sé cómo hace la gente para socializar rápido, yo sufro. Después con la familia se me hizo más fácil, y cuando el grupo de compañeros se redujo también. Cuando entro en confianza termino haciendo chistes y todo.
Después me metí en el área de educación, en un barrio que en ese momento era Eucaliptus. Años más tarde descubrí que se llamaba Del Culo. Desde el 2009 que no me moví de ahí, hice mil actividades: juegoteca, apoyo escolar, alfabetización de adultos, reuniones vecinales. Pero para eso tardé bastante. Al principio iba sólo por caridad, a dar mi tiempo a los más necesitados, después empecé a ir porque sí, porque me gustaba estar ahí, en sus cumpleaños, en su cotidiano, hacer vereda y tomar mate dulce.
A mis papás esto les iba gustando cada vez menos. El detonante fue La Matanza. En una construcción conocí a un chico de ahí, y con una amiga quisimos ir a visitarlo a su casa. Nos invitaron a quedarnos a dormir, el viaje era muy largo. Decidimos volver el fin de semana siguiente y  quedarnos. A la distancia, mis padres se opusieron, yo me enojé, grité y fui igual.
Cuando volví a mi ciudad quise hablar con Gustavo, sentí que en algo él me entendería, aunque creía que no me iba a animar. Dio la misa del domingo y lo intercepté para pedírselo. Aceptó rápido. Sabía que él no me odiaba, había aprobado su materia en el último año de secundario. Filosofía era el karma de todo el mundo.  Nos quería enseñar a pensar; nosotros éramos unos nenes de mamá y él tenía mucha bronca contenida a la mediocridad de nuestra clase.
No sabía cómo empezar, ni qué decir después. Apenas llegué me dijo que había surgido un problema en el barrio y tenía que ir de urgencia. Me preguntó si lo acompañaba o lo esperaba ahí. Pensé que ya sabía por dónde venía lo mío y que eso era un guiño, así que le dije, sonriendo por dentro, que sí.
-          ¿Y? ¿Ya te volviste marxista? – me soltó de golpe.
-          Más o menos.
Pude empezar a hablar. No me acuerdo todo en orden, pero sé que fue un hito, porque en su momento lo escribí y todavía me acuerdo. Puse: “lo escribo como me sale porque no me quiero olvidar de lo que me dijo, de verdad que me sentí comprendida por un mayor y eso no me estuvo pasando el último tiempo”. Me ayudó a entender desde dónde hablaban mis papás y el por qué de sus miedos, en qué entorno nací y qué era lo que estaba viviendo.
Le conté que el colegio me parecía, ahora desde afuera, muy cerrado y toda mi vida allá había sido vivir en una caja de cristal. Hablé de la historia de dos madres de la villa,de cómo viven, de la impotencia que me genera, de la tristeza que me aprieta, de los mates que disfruto, de la seguridad que siento ahí más que en ningún otro lado. Le dije que a mí me interesaban ellas, que quería correr los riesgos que implicaba estar ahí, en su lugar, lo quería porque no podía ser que yo estuviera cómoda en mi casa mientras ellos sufrían la pobreza todos los días. Le dije que si moría en el barrio o por causa de ellos iba a ser feliz, porque ahí quería estar.
Me preguntó si estaba drogándome últimamente. Le dije que no. Se rió y me explicó que hacía mucho no escuchaba algo así y necesitaba escucharlo. Se lo veía sorprendido, para bien, y yo estaba feliz de sentir que no eran ridiculeces lo que estaba diciendo.
Decidió prestarme unos libros. Al otro día me trajo una bolsa llena.
-          El dvd y las revistas son de regalo. Los libros devolvémelos.
Gustavo es un cura villero del sur, donde las villas no se llaman villas sino tomas. Tiene más barba que pelo, usa boina caqui o negra y casi siempre la misma bombacha de campo. Una especie de correa le sostiene las llaves, creo que es un rosario de cuero gastado. La ropa disimula su pasado, es un platense nato, aunque de los exiliados.
Donde él vive, el Anahi Mapu, es un barrio conocido por la frase “entrá si querés, salí si podés”. Un barrio al que toda mi generación le tuvo miedo, todo lo malo, feo y perverso pasaba ahí. Ir a dar ayuda comunitaria a la casita del Padre Gustavo era como redimirse. Con eso tenías pase free al cielo.
Él hace veinte años que duerme, come, lee, toma mucho mate y fuma su pipa en una piecita al lado de la parroquia,donde el escritorio y la pared llena de libros están a un paso (literal) de la cama. En la cocina comunitaria un loro lo mira esperando comida. En otra jaula dos pájaros blancos juegan. Pide que lo ayude a bajar los cartones de su camioneta destartalada. Me cuenta que en la escuela le hicieron un “llamado de atención” porque la gente le deja cajas y bolsas llenas y eso genera mugre visual, basura, en la entrada. Una escuela privada no puede mezclarse con el cartoneo, así no es el mundo.
Gustavo odiaba a todas las profesoras de inglés, por enseñarnos la lengua y las costumbres del invasor cultural. Por eso les hablaba mal o no las saludaba por la calle. Sé que ahora bajó su nivel de exigencia y sus ganas de desaprobar. Es una persona radical, pero con la presión de la vejez fue aflojando y ahora las trata un poco mejor.
Para mis amigas Gustavo no dejó de ser desagradable, los recuerdos son fuertes. Nadie se olvida de lo que significaba un oral de filosofía, lo difícil que era la cosmovisión: una monografía de treinta páginas reflexionando sobre “Yo, Dios y el mundo”. Me saqué un 9, en ese momento era mi auge católico, pero también tuvo esa nota un amigo que llenó varias hojas afirmando la inexistencia de dios. A la mayoría los mandó a rendir en diciembre. Él quería que pensáramos, para el lado que fuera, pero que pensáramos. Nunca se dio cuenta que en las otras  materias la idea era la contraria: copiar y aprobar.
¿Por qué das clases en ese colegio? La pregunta no le molesta, sabe que con su radicalismo eso es una contradicción. Nosotros, niños y niñas de clase media-alta con todas las comodidades, y ellos, chicos y chicas que viven a diario la falta de comida. Él siempre optó por ellos, entonces, por qué nos quiere enseñar a filosofar. La primera excusa fue su economía: “sino les tendría que pedir plata a ellos y no quiero”. La segunda, que quería ser la voz discordante en el pensamiento único (y derechoso, interpreto yo) de la escuela, sobre todo entre los profesores.
Días después me escribe diciéndome que lo había hecho pensar: la parroquia del centro, la crème de la crème, le estaba quitando demasiado tiempo y sólo llegaba al barrio para comer y dormir. Yo chocha: había hecho cuestionarse a un cura. Insólito. Claro que él me había hecho pensar a mí  también.
Hace cinco años, el Padre Gustavo era el último cura con el que me quería confesar, hablar con él me daba miedo. Ahora terminó siendo quien me hizo entender el por qué de uno de los cambios más importantes de mi vida. Hace cinco años hubiera odiado a la persona en que me convertí, hoy me gusta ser yo. El proceso es duro, pero, como me dijo una de esas amigas que me estrujaron el cerebro: “después de todo, el cambio es constante y  el desafío es sobrevivir a las  transiciones”. 

domingo, 10 de marzo de 2013

Borracho


Cuando estoy sobria, los borrachos me dan miedo. Todo en ellos es inesperado, no existe lo previsible, salvo que uno los conozca y sepa que su modus operandi siempre es el mismo. Pero sino, a esperar lo que venga.
No tengo recuerdos de mi padre descarrilado por el alcohol cuando yo era chica. En los últimos años, éstos en que ya no vivo con él, empecé a notar algo extraño. Hubo un día que realmente me dio miedo su comportamiento, más que cuando me pegaba una patadita sin dolor en el culo al atravesar un pasillo, más que cuando gritaba porque no encontraba las cosas y resultaba que estaban donde él las había dejado.
Cuando lo escuché, me paralicé. Estaba sentado en un puff, con los dedos enlazados sobre su panza llena de pelos y los ojos cerrados. Mi mamá, echada a su lado, ni se inmutó. Mi hermano también estaba muy concentrado y con los párpados a la mitad. Yo tenía la mirada en el piso, pensaba en otra cosa pero me hacía la concentrada. Fue un instante, lo escuché, levanté la vista y ellos como si nada. ¿Ninguno va a decir ni una palabra, nadie va a interrumpir este circo?
Mi papá acababa de detener su rezo y gritar AMÉN. No habíamos terminado, a él le tocaba la segunda parte del avemaría. Cuando retomó donde quiso, balbuceó: bendida du edes endre dodas das mujedes, y bendido es el frudo de du viendre jejús. No, a nadie le sorprendía. No, nadie se movía. Me tuve que bancar veinte minutos así, mirándolos, y ellos en trance.
Cuando terminamos los cincuenta avemarías lo miré mal. ¿Qué hice?, me preguntó. No puede ser que no se dé cuenta. Me irritó. Lo obligué a prometerme que nunca más rezaría de noche si estaba cansado, porque era horrible escucharlo así. Bueno, bueno, dijo. Yo sabía que no me iba a dar bola.
La noche siguiente pasó lo mismo. Y la otra. Y la otra. Hasta que me di cuenta que me la iba a tener que bancar. Y de repente, como un mecanismo de defensa, lo que en un principio me hizo endurecer de miedo, ahora me daba mucha risa. Gritó AMÉN de vuelta y me tenté. Esta vez  estaba sentada en el mismo puff que mi mamá y esta vez ella se dio cuenta: porque cuando me río tiemblo. No hago sonido, no hago jaja, ni jeje, ni jiji, nada.  Me agito como si estuviera convulsionando. Pero él, de nuevo, ni se percató. Los ojos cerrados, las manos cruzadas, el culo en el puff.
Cuando terminamos los cincuenta avemarías me reí a carcajadas. ¿Qué hice?, me preguntó. No le podía explicar, estaba tentada y pensaba: eso sí que es entrar en trance.        

jueves, 7 de marzo de 2013

Mario Bross


Entrevistarla no fue fácil. A pesar de conocerla hace casi 3 años, su personalidad no deja de avasallarme, sobre todo cuando habla de su vida. A ella no la sobrepasa nadie, dice, nadie la mira feo porque sino sabe qué hacer para dejarlo enyesado.
Pero hubo un día que, sin el grabador con la luz roja prendida, pude sentirme realmente cómoda, incluso más que con mi propia abuela, apenas unos años más grande. La había ido a saludar con una amiga y nos hizo pasar para ver unas fotos del corso donde había bailado con un vestido diseñado por ella misma, producto de un taller de costura que da en el barrio: un vestido violeta, largo, con capelina a tono. Prendió la notebook y nos pusimos a charlar, como siempre, de sus cosas y la vida en la villa. Nos sentamos una en la silla de madera y la otra en la roja de plástico, mientras Popi, la nueva perrita mezcla pequinés y pichicho, se nos escondía entre las piernas.
Pasamos porque otros entrevistados estaban ocupados, pero además nos gusta tomar mates con ella y charlar de lo que nos preocupa. Después de unos minutos se dignó a  poner el agua para el mate. Su toque especial para hacerlo es un toque realmente especial: hervir el agua y ponerle mucha azúcar. En el momento se disfrutan, o quizás uno no se da cuenta de lo que está pasando, pero después la garganta avisa, arde y se inflama por unos días.
De repente noté que había conectado en el televisor un Family Game; me teletransportó a mi infancia. Le pregunté si andaba. Inmediatamente prendió el aparato y se puso a jugar. No sé si lo pensé en ese momento o después, pero me imaginé a mi abuela jugando, y seguramente no podría hacerlo tan bien como ella. Mientras hacía saltar las vallas, con el botón X, a un muñequito en una pista de atletismo, nos contaba que juega con su marido y apuestan: el que pierde ceba los mates. Ella siempre pierde porque le gusta cebar, y él se da cuenta y se lo dice, pero su entrenamiento es mejor: sabe hacerse la boluda. Nos relata todo esto sin errarle a un movimiento y pasando de nivel sin pausas.
Le cuento que yo cuando era chica jugaba al Mario Bross. No me deja terminar, me da el mate, se lo sostengo, pone mi juego favorito y me entrega el control. “Con la equis saltás, y con la flechita corrés”. Yo, como buena atormentada, me salteaba muchas monedas, y ella de atrás me indicaba, muy rápido, dónde había más vidas, dónde estaba la flor para hacerme más grande, o la estrella que me daba tiros mata tortugas.
Jugué una vida y le pasé el control a mi amiga. En mi descanso, ella me alcanzó un mate y la bolsa con pastelitos.
El barrio tiene esas cosas, lo inesperado es rutina y uno termina jugando al Family con una persona de setenta años que te pasa el trapo. 

lunes, 18 de febrero de 2013

Planta de menta


Cuando sea grande voy a tener una planta de menta, una perra y muchos libros. Así quiero vivir. Quiero invitar a mi ahijada y que se quede a dormir. Sentarnos a la noche en el césped de mi patio y mirar las estrellas.
Quiero tomar tereré con limón, hielo y menta de mi planta. Quiero ver crecer a mis amores, quiero verlos y reconocerlos, y que ellos me reconozcan, y nos abracemos y besemos. Quiero amarlos para siempre y que ellos me sigan regalando dibujos y cartas. Verlos felices, sentir que eligieron lo que les pasa, donde estar y a quien amar.
Quiero andar en bici, en Pocho, cuidarlo de verdad y valorarlo por lo que es. Quiero aprender a cuidar las plantas, levantarme y sentir su aroma. Escuchar el canto de los pájaros, hablar con ellos y sonreír. Sonreír sola, sonreír porque me sale de adentro, y soltar una risita cuando me doy cuenta de lo rara que debo parecer de afuera. Eso quiero.

miércoles, 30 de enero de 2013

Mi Titanic


Hoy revisé una de mis cajas de recuerdos. Tengo 3, son grandes, con tapa de oso panda y mi mamá las quiere tirar. Ahora que se mudó parece que juntan mugre. Buscando algún escrito mío encontré un plato dorado que dice: “Mérito literario. Rosario Marina. Orientación Deportiva. 2000”. Esto puede tener dos interpretaciones posibles: era una gordita que no podía meter ni una pelota en el aro o era una intelectual avanzada. Me inclino por la primera. Miro los videos y veo que mucho más que picar la pelota no podía.
Me acuerdo también que gané una taza por escribir un cuento: me la dieron en el desayuno sorpresa en la escuela con la directora. Nada ñoña, no. Después pretendía que la profesora de gimnasia me pusiera en el equipo de vóley. Ilusa. En mi diario íntimo del 2004, en cada fecha de examen ponía cómo creía que me había ido. Estas son algunas de las referencias: me fue para la raja, re larga, hice absolutamente cualquier cosa, me fue maso. Después las notas entre paréntesis no bajaban del 7.
Me gustaban dos chicos: uno que no me conocía y el otro que creía que iba a la casa a ver sus peces porque éramos amigos y disfrutaba de su compañía. El problema más angustiante a los 15 era que no sabía cuál de los dos me gustaba más. Pero para amor tenía las historias de mis amigas. Anotaba cuándo se enganchaban y cumplían meses; el día que mi amiga, torta ahora, besó por primera vez a su novio yo lo agendé.
Seguí leyendo, desesperada por encontrar algo que me salvara, y encontré mi hundimiento. El 5 de junio escribí: “Fui al grupo, re cool: vimos los 10 mandamientos”. Los 10 mandamientos, cool: listo.

martes, 29 de enero de 2013

Mi padre


El día de su cumpleaños lo empecé cortándole el teléfono. Mi rington de despertador es el mismo que el de llamadas, lo había puesto así yo misma hacía un par de días. Me di cuenta que le había cortado pero no me quedó otra que quedarme dando vueltas en la cama: así me lo enseñó mi madre, con su ejemplo.
Unos minutos después, varios, me senté, con las piernas colgando, y miré el lío de mi habitación. “Me baño y ordeno”, pensé. Era domingo, no podía salir todo tan perfecto, así que casi sin decisión prendí la computadora y abrí mi red social. Quería ver fotos del día anterior. “Ayer  fue  17 y, ah, tengo que anotar el día que me indispuse porque después me olvido, era el 12; hoy es 18 entonces, ¡HOY ES 18!”
Agarré el teléfono, busqué el contacto “Pa” y apreté uno de los botones transparentes: del teclado de mi Nokia 1100 ya ha desaparecido todo color.  
¡¡Feliz cumple, gordito!!
Con voz de dormida me dice feliz cumple – le comenta mi padre a su mujer, que gracias a la paciencia mutua, es mi madre.
Eran las once de la mañana del día más inútil de los siete. Sí, es normal levantarse a esa hora ese día, pero para ellos siempre cuánto más temprano mejor, sobre todo para él, que no tiene problemas para levantarse: suena la alarma y al segundo ya está parado poniéndose las pantuflas.
Hablamos un rato mientras mi madre le cebaba algunos mates lavados. Los escuché reírse y eso me relajó: saber que iba a pasar su cumpleaños sin hijos me había entristecido hacía un instante, pero sentir ese bienestar me calmó; además nosotros no estamos hace tres años ya, se tiene que haber acostumbrado. Los cambios son duros,  pero es innegable que los prefiero, y sé que él también.
Me puse a limpiar, prendí un sahumerio en mi habitación y me senté a leer en el balcón: había dejado una crónica de Juan Villoro a la mitad. La disfruté. Después me cayó la ficha: era sobre un padre y el exilio, y la escribía su hijo. Hablaba de cómo había tomado una nación como propia para sobrellevar la distancia. Yo no sé qué habrá hecho mi padre para soportar la nuestra, él no es mucho de expresar sus sentimientos, siempre quiere mostrar que todo es simple, que con esfuerzo y convicción las cosas salen, pero yo creo que le debe haber costado. También nuestros cambios lo desestructuraron, aunque de eso estoy orgullosa, demuestra que no es tan duro como cree. La crónica, el sahumerio y el aire fresco me hicieron sentirlo cerca.
Cumplió 52, no es un número especial ni un momento tan distinto de otros años, pero él cada día sorprende, cada día ama, cada día protege, cada día es “mi godito”, como adoro nombrarlo, en homenaje a su panza de gelatina.
Pido a mi compañera de tesis que edite lo que escribí. No se me ocurre cómo terminarlo.
 - No puedo ponerle algo emotivo porque sería otro género – le digo, mientras ella mira la computadora.
 - ¿Otro género? ¡Es tu fuckin padre!

No es noticia

¿No es noticia que ellos se mueran de hambre?
¿No es noticia que no tengan ropa para ponerse?
¿No es noticia el ausentismo en las escuelas públicas primarias?
¿No es noticia el esfuerzo que hacen los padres que cartonean para que su hijo tenga un poco de pan en la mesa?
¿No es noticia que hace más de 6 meses que en Chaco les prometan luz y no pasa nada?
¿No es noticia que las vinchucas sigan reproduciéndose y atacando a los mocovís?
¿No es noticia que Brian sea abanderado y nadie lo vaya a ver porque vive en un hogar y su madre es esquizofrénica?
¿No es noticia que haya maestras que piensan que sus alumnos son como monitos de zoológico que hay que civilizar?

No, noticia es sólo la inseguridad que acecha a los ricos.

Alarma(dos)

Golpean la puerta, mi mamá tararea. Vuelven a golpear, ella vuelve a tararear. Yo hago pis con la puerta abierta.
- Le quería avisar que venimos a trabajar.
Era hora, pienso.
- Pasen por ahí al costado.
Son los de la alarma: dos chicos de remera azul y pantalones largos. Son las 4 de la tarde y los 35 grados pesan. Tendrían que haber venido antes de Navidad, antes de que otros vieran la oportunidad, saltaran la reja y rompieran un vidrio. Pero vinieron hoy: 19 días después del fin del mundo. Tarde.

A Bolivia volver



A Porfidia Quispe Escobar le dicen María, porque a nadie en el barrio le sale pronunciar su  nombre. Hace 15 años llegó al asentamiento San José, de Ensenada, con su marido y un bebé de meses. Hoy tiene 37 años y seis hijos. Viven del cartoneo, ese que no sólo junta cartones sino que lleva lavarropas rotos, frutas medio podridas y todo lo que pueda tener cobre. De vez en cuando también compran conejos, chanchos y perros para vender en el barrio.
En la década del 70, Porfidia nacía en Mina Chojlla, un pueblo minero de las yungas bolivianas. Todos los días su papá se levantaba bien temprano, cuando todavía estaba oscuro, para internarse más de doce horas debajo de la tierra, juntando minerales para los poderosos. Cuando ella amanecía para ir a la escuela, se levantaba sola, se vestía sola, desayunaba sola y salía. Su madre había muerto cuando ella tenía tres o cuatro años, no se acuerda bien. Lo único que su mente logró guardar de esa mujer fue un día que la llevó al cine y le hizo poner una campera que le quedaba chica. Cuando se acuerda, ríe e imita su propia voz y sus gestos de apretada por el abrigo. Pero al instante recuerda por qué ese es el único recuerdo lindo: sus padres no estaban borrachos aquél día. El alcohol mató a su mamá, no recuerda bien cómo, pero sabe que estando internada escondía las botellas de  alcohol etílico debajo de la almohada. 
Su padre fue lo mejor y lo peor en su niñez. Gracias a él comía, se vestía y estudiaba, pero también por culpa de él se fue de su casa para ofrecerse de limpieza cama adentro. Era un hombre pequeño, bien moreno y de ojos irritados: la vida en la mina no era (ni es) saludable para nadie. Cada vez que salía del trabajo se iba con sus compañeros a uno de los pocos bares del pueblo. Tomaban hasta que el lugar cerraba y cuando decidían irse a la casa donde Porfidia estaba durmiendo, a seguir  la borrachera. Ella se despertaba por los ruidos; los amigos de su padre la veían y querían tocarla. Su papá estaba demasiado borracho para darse cuenta y reaccionar. Ella estaba demasiado consciente.
A sus 34 años, radicada en Argentina sin documento, piensa en su pasado y llora: “Mi infancia fue una infancia triste”. Su pelo negro azabache le llega a la cintura, pero para limpiar lo lleva atado: casi nunca se lo ve en todo su esplendor. Tiene los ojos rasgados por la naturaleza y por la tristeza de una vida, como ella dice, "con muchos golpes".


¿Por qué?


Quiero crear un blog que me ayude a escribir. No es que piense que pueda convertirse en un profesor, pero sí en el empujón que necesito para salir de la cama, hacerme un té y sentarme a contar historias. Hay muchas  que nadie escribió, que me pasaron o les pasaron a otros, amigos, o amigos de mis amigos, y las quiero contar. Soy hija del rigor, o así aprendí a definir mi vagancia. Por eso hago esto.